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Editorial

El compromiso de la Iglesia con la sociedad

Monseñor Cobo, en la línea tradicional de la Iglesia católica, reforzada tras el Concilio Vaticano II, expresó su sueño de «una Iglesia que trabaje por la justicia social y que se siente con la administración para afrontar juntos los retos de Madrid».

Desayuno informativo con el arzobispo de Madrid José Cobo Chema MoyaEFE

La casa de LA RAZÓN contó ayer con el magisterio de monseñor Cobo, arzobispo de la Diócesis de Madrid y una de las voces más respetadas de la Iglesia española, no sólo por su capacidad de diálogo, demostrada con el espinoso asunto del Valle de los Caídos, sino por su ascendencia con El Vaticano, donde es proverbial su cercanía con el Papa Francisco. Pero si algo demostró ayer Monseñor Cobo es que es pastor de una Iglesia cuyo compromiso e imbricación con la sociedad española va más allá de las creencias y las convicciones de las personas, consideradas como hermanos a quienes hay que acompañar y abrazar en todos los momentos de su vida, buenos y malos, y apoyar frente a las dificultades que en una gran capital como Madrid, polo de atracción en continuo crecimiento, pueden ser muchas.

Así, cuando monseñor Cobo habla de problemas presentes como la gestión de la inmigración, la soledad, la salud mental o el exceso de visceralidad en la disputa política, lo hace como cabeza de una Institución que está a pie de calle, repartida por todo el territorio de la Comunidad, con canales de comunicación directos sin interferencias con sus vecinos y, en demasiadas ocasiones, como último recurso de apoyo material para quienes más sufren.

Por ello, ni a monseñor Cobo ni a los sacerdotes que atienden las 147 parroquias madrileñas les es ajena la precariedad en la que viven muchas familias, acuciadas principalmente por la escasez de viviendas, pero, tampoco, los otros males del espíritu, como la soledad no deseada que, como denunciaba el arzobispo, es una de las causas del alto índice de suicidios que se registra en Madrid. En este sentido, monseñor Cobo, en la línea tradicional de la Iglesia católica, reforzada tras el Concilio Vaticano II, expresó su sueño de «una Iglesia que trabaje por la justicia social y que se siente con la administración para afrontar juntos los retos de Madrid», que, como hemos recogido, no son pocos, comenzando por la inmigración irregular, cuyo diagnóstico difiere, como no podía ser de otra forma, con los actuales planteamientos de la Unión Europea.

«Qué hacemos», se preguntaba retóricamente el arzobispo, «con quienes cuidan a nuestros mayores o llevan al colegio a nuestros hijos... ¿Les pagamos en negro?», para poner el dedo en la llaga de la caída de la natalidad en las prósperas sociedades occidentales, mientras ahí fuera hay todo un mundo de gentes que buscan desesperadamente una oportunidad para conseguir una vida mejor, aunque sólo sea digna. Pretender que la Iglesia española vive de espaldas a la realidad y confinada en las estrechas fronteras de la propia grey no es más que el resabio habitual de una izquierda anclada en prejuicios decimonónicos y juicios errados de valor. Basta con escuchar al arzobispo de Madrid para salir del yerro.