Editorial

Sánchez emula al peor peronismo

Pedro Sánchez se deslizó por una senda en la que, forzosamente, sólo puede circular una parte de los españoles, los que él considera que están en el lado justo de la historia, es decir, el suyo, mientras aparta al resto bajo el estigma de «las derechas»,

El presidente del Gobierno, Pedro Sanchez, en el pleno de investidura en el Congreso de los Diputados.© Alberto R. Roldán / Diario La Razón.15 11 2023
Pedro Sánchez durante el debate de investiduraAlberto R. RoldánFotógrafos

El candidato socialista a la presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez, afrontaba la sesión de investidura con una desventaja difícilmente salvable, sobre todo, porque no ha transcurrido el tiempo suficiente para que la opinión pública haya olvidado o, al menos, reelaborado, que el jefe del Ejecutivo, sus ministros y la mayoría de los dirigentes de su partido habían sostenido la inconstitucionalidad de la amnistía que reclamaban los separatistas catalanes. Y lo habían hecho, especialmente, el propio Sánchez, con contundente claridad y manteniendo el mismo criterio a lo largo de los últimos cinco años.

Se trata de una realidad tan palmaria que el candidato no debió encontrar otra salida al debate que el ataque preventivo directo, sin miramientos, a la oposición, aun a costa de caer en una muestra de demagogia política sólo equiparable a los peores momentos del peronismo argentino. Porque, en efecto, Pedro Sánchez se deslizó por una senda en la que, forzosamente, sólo puede circular una parte de los españoles, los que él considera que están en el lado justo de la historia, es decir, el suyo, mientras aparta al resto bajo el estigma de «las derechas», ante las que, al parecer, hay que levantar sólidos muros que protejan a España de su maldad, incluso, con materiales dudosos pero apresuradamente blanqueados por la propaganda gubernamental, aunque eso sí, en función de las necesidades del momento.

No importa que, frente a la amnistía, que es el instrumento sobre el que ancla su investidura, se haya alzado buena parte de la sociedad civil, consciente del menoscabo que supone para la independencia de la Justicia y para la igualdad de derechos de los españoles, porque lo único que cuenta es que ha alcanzado el respaldo de una mayoría parlamentaria, es decir, la suma de votos suficiente, que en su opinión es el único elemento que define a una democracia.

Pero el candidato hizo mucho más en su objetivo de dividir maniqueamente a los ciudadanos sobre los que pretende gobernar. Llevó la batalla dialéctica, a modo de cortina de humo, a los territorios que gobierna la oposición, en una enmienda a la totalidad de los presidentes autonómicos que no le son afines y cuyas políticas de gestión trata de comparar con sus obras.

No es sólo una táctica evasiva bastante pedestre, sino que al ir acompañada de tergiversaciones, medias verdades, falsedades conscientes y manipulaciones del contexto retrata al político que busca llevar la batalla al barro y que, luego, cuando ésta se produce –y, por supuesto, nos referimos a la efectista, dura y agria intervención del presidente de Vox, Santiago Abascal, que le acusó temerariamente de perpetrar un golpe de Estado– levanta un compungido coro de quejas y lamentos, obviando, por supuesto, que él mismo había deslizado una bajeza contra Isabel Díaz Ayuso, insinuando una corrupción desmentida por los tribunales españoles y europeos.

Con todo, lo más preocupante es la falta de empatía que demostró el candidato socialista con esa parte de la sociedad, que reúne a más de la mitad de los españoles, que está asustada y teme por el futuro de su nación, por su unidad, ante unos acuerdos con unos partidos nacionalistas que han venteado la debilidad del adversario y están dispuestos a llevar hasta el límite posible el contenido de su agenda propia. Ese fue, precisamente, el eje del discurso y de las réplicas del presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo. Llevar al ánimo de la Cámara, pero sobre todo del cuerpo social, el convencimiento de que la ambición personal nunca prevalecerá sobre los intereses y los derechos del conjunto de la sociedad. La aritmética parlamentaria consumará hoy lo que parece inevitable. Pero una democracia es mucho más que el mero resultado de las urnas y aún queda, nos queda, mucha batalla por librar.