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Ellas mandaron en la Revolución

Reeditan el notable ensayo sobre las protagonistas femeninas de 1789 que escribió Mario Verdaguer, uno de nuestros intelectuales olvidados

Ellas mandaron en la Revolución
Ellas mandaron en la Revoluciónlarazon

Reeditan el notable ensayo sobre las protagonistas femeninas de 1789 que escribió Mario Verdaguer, uno de nuestros intelectuales olvidados.

Dos imperios, tres monarquías, dos repúblicas, tres revoluciones. Todo a lo largo de setenta años, lo que hace del siglo XIX francés una etapa de «grandes turbulencias y de inestabilidad política». A esto se refiere Cristina Cerezales Laforet al inicio de una reciente antología en la que tradujo trece cuentos que ejemplificaban diversos estereotipos de mujeres y que firmaban cinco autores señeros: Honoré de Balzac, Guy de Maupassant, Villiers de l’Isle-Adam, Émile Zola y Théophile Gautier. Una época, sigue indicando la editora, en que la condición femenina sufriría «un retroceso en relación con el siglo anterior». En ese conjunto de relatos se podía respirar el ambiente represivo que vivían las jóvenes, sobre todo ante los abusos del varón despótico de turno, o las desesperanzas y caprichos de las adineradas sometidas a una sociedad hipócrita, controlada siempre desde tribunas masculinas.

Cabezas cortadas

Las mujeres habían perdido el derecho a ascender socialmente pero se había ganado el de subir a la guillotina, dijo en 1791 una escritora, Olimpia de Gouges. Y, en efecto, «el siglo XVIII había anulado a la mujer como fuerza política (...). En París –en menos de quince meses–, de abril de 1793 a julio de 1794, la guillotina abatió 374 cabezas de mujer», corrobora Mario Verdaguer en «Las mujeres de la Revolución», un trabajo que vio la luz en 1932 y que repasa las vidas de un buen número de féminas valientes, desdichadas o maltratadas a partir de una curiosa y atinada clasificación: las amo-rosas, las criollas, las literatas, las neuróticas, las víctimas, las esposas o las prostitutas.

Un abanico de trayectorias apasionantes que no se limita a ser un recorrido histórico de datos y hechos, sino que, de la mano de Verdaguer, constituye un despliegue estilístico que, podríamos describirlo así, es hijo del psicologismo fervoroso y la elegancia poética a la hora de biografiar grandes personalidades, como Stefan Zweig, del que por cierto el propio autor mallorquín tradujo un par de libros.Nacido en el seno de una familia de profesores universitarios, políticos y médicos, Verdaguer es una de nuestras figuras intelectuales más interesantes, pero, también, inexplicablemente, más olvidadas. Calambur ya ha tenido el acierto de recuperar dos de sus trabajos históricos: «Rasputín. El dominador de mujeres» y «Rasputín. La tenebrosa secta de los Khlyst», en la línea de otros rescates estupendos, como el libro de Ricardo Baeza «Ensayo y crítica literaria», otro escritor demasiado apartado pero de una grandeza extraordinaria. En el caso de Verdaguer, estamos ante un hombre polifacético que estudiará Derecho, Bellas Artes, y publicará su único libro de poesía en 1908; a ello le seguirán novelas y diversos empleos en la prensa. Sin embargo, hoy en día, su recuerdo se ha limitado a la traducción que hiciera de «La montaña mágica», de Thomas Mann, aunque también versionó «Hermann y Dorotea», de Goethe, y «Gog», de Giovanni Papini. No estaría nada mal que volviera a ver la luz su obra «Un verano en Mallorca» después de que en el año 2013 se recuperara «La ciudad desvanecida».

Pasiones mortales

Es admirable cómo Verdaguer se interesó por asuntos locales y otros de trasfondo europeo e histórico. Con «Las mujeres de la Revolución» hacía una contribución magnífica para entender cómo, tras esos días de vaivenes políticos, «parecía que la mujer había adivinado que iba a tener que representar un primer papel en la era revolucionaria»: la mujer formada en el estudio y las mujeres «del pueblo que comenzaban a respirar en una atmósfera nueva y a romper los respetos de una sociedad ancestral». Y, en verdad, en este libro hay de todas las clases. Vemos a la vengativa Carlota Corday en su enfebrecido deseo de matar a Marat y cómo muere guillotinada.

El mismo destino que les esperaría a la bellísima Emilia de Saint-Amaranthe, de 17 años, que rechazó las seducciones de Robespierre, a la dramaturga Gouges, ansiosa por atacar verbalmente al hombre que instauró el régimen del Terror, o a Isabel Capeto, hermana del rey Luis XVI. Otros finales terribles, en el exilio, la miseria o la soledad más absoluta, les esperaría a mujeres, como la princesa María Adelaida de la Rochefoucauld, la mediocre escritora Julia Candielle o Catalina Theot, que se creía vidente –e hizo creer a la policía que sus predicciones se cumplían, por lo cual fue encarcelada–. Pero la historia más novelesca es la de la criolla María Gabriela Chambon y sus intentos de pacificar esa situación de violencia y odio. Tras leer el libro, no extraña que se asienta ante las palabras del prólogo: «La mujer, por instinto y por fe, fue el alma de la Revolución que debía transformar para siempre las sociedades del mundo y darle un nuevo sentido y una nueva realidad».