Análisis
Política fugaz
Una generación de políticos se marcha sin haber dedicado el tiempo necesario al desarrollo y a la plena consolidación de sus proyectos
Cuando Albert Einstein formuló sus teorías físicas poco podía imaginar que la política española del siglo XXI construiría su esencia a partir de la relatividad. Como si fuera una guía explicativa de los cambios fulgurantes que vivimos y de la estable inestabilidad en la que nos movemos, nos permite contextualizar este ritmo enloquecido a través de esos dos parámetros que fijó el físico alemán: en el tiempo (los últimos seis años parecen toda una era en sí mismos) y en el espacio (limitado y escaso para tanto partido, plataforma o confluencia). Y en ese entorno en el que se impone lo relativo, sin contornos claros, surge el fenómeno de la fugacidad en la política, al que asistimos más asombrados cada día. Una espiral de bandazos en la que se crean y se destruyen políticos y partidos (con sus ideologías y planteamientos): lo que creíamos inmutable, cambia; lo que iba a ser, ya no es; quien iba a estar, ya no está. Centrándonos primero en los protagonistas, antes de las formaciones, resulta especialmente llamativa la rapidez con que la ferocidad del debate público engulle a quienes venían para cambiar todo y quedarse y, en cambio, no cambiaron demasiado y se fueron. La lista de bajas aumenta a medida que se suceden, y no se frenan, las campañas electorales que actúan como una especie de trituradora de trayectorias desde 2015.
Un grave síntoma
Precisamente la hemeroteca de aquel año nos deja la foto de los cuatro aspirantes a las generales: Pedro Sánchez, Mariano Rajoy, Albert Rivera y Pablo Iglesias. En el tiempo que ha transcurrido desde entonces (lo que habría sido una legislatura y el comienzo de otra, pero que han terminado siendo cuatro), dos de esos líderes, Rajoy y Rivera, ya están fuera de la gestión pública y otro comienza a estarlo. La entrega del acta de diputado de Iglesias esta semana marca un punto de inflexión. Es cierto que el líder de Podemos no se ha retirado, pero su paso a Madrid (que se interpreta como una vía más lenta de salida) sí pone de relieve el constante cambio de caras en los representantes y se convierte en la metáfora perfecta de una sociedad ansiosa que espera resultados inmediatos y, si no los logra, abandona. Poco queda de la España que decían representar Iglesias y Rivera en aquel debate que mantuvieron en La Sexta en 2015: de venir a cambiar la política a (prácticamente) escapar de ella. Aunque ellos dos resultan paradigmáticos, por lo que implicaron y por ser la imagen más reconocible de un determinado momento, la realidad es que en los últimos años el número de abandonos o deserciones precipitadas ha ido en aumento. La estampida en Ciudadanos comenzó con la de su líder tras el 10-N, representativo fue el adiós de José Manuel Villegas, continuó en los meses siguientes y ahora se añaden las marchas recientes de Marta Martín o Ignacio Aguado (que pasa de la vicepresidencia de Madrid a no ir ni siquiera en las listas electorales). En Podemos el continuo goteo de fugas se gestó desde los primeros movimientos del partido, por las continuas tensiones internas, y se hicieron casi irreconocibles sus Vistalegre sin algunos de sus fundadores como Carolina Bescansa, Juan Carlos Monedero o Luis Alegre.
De esta descapitalización tampoco están exentos PSOE y PP. Con estructuras más estables y organizadas, ambas formaciones han sufrido además de los cambios generacionales lógicos, la irrupción de las primarias y el reguero de heridas y daños internos que dejan (la enumeración de salidas sería demasiado larga y no pretende ser una lista exhaustiva: el objetivo es dejar constancia de una tendencia que ha arrasado en cinco años con más políticos que las décadas anteriores). Aunque es cierto que el hecho de perpetuarse en lo público pueda distorsionar la visión de la realidad y que los cambios sean bienvenidos para revitalizar, el péndulo alocado de nuestra convivencia ha oscilado hasta el otro extremo y ha jubilado (casi) a una generación completa. Y esto es, además de un serio problema de estabilidad, el síntoma de una política enferma.
Baile de siglas
Estos abandonos individuales se cruzan con los fracasos de los proyectos colectivos. Si volvemos atrás, a la foto de aquella campaña de 2015, encontramos no solo cambios de protagonistas, sino partidos que ahora se encuentran en una situación muy diferente: la Izquierda Unida de Alberto Garzón fue absorbida por Podemos y UPyD comenzó su principio del fin, que ha terminado con su completa desaparición. Hace seis años Ciudadanos y Podemos vivían su primera etapa de auge, pero las posteriores convocatorias electorales les han traído hasta sus respectivas situaciones de actual declive.
En esta aceleración de los tiempos, cobra más sentido la postura que mantienen algunos líderes políticos para frenar el ritmo de desgarro. Pablo Casado ha pedido calma a los suyos («No podemos morir cada atardecer»), e Inés Arrimadas, que lleva poco más de un año al frente de Ciudadanos, aspira a tener el recorrido suficiente para poder desarrollar su idea de partido. Ambos, que compiten también por un mismo espacio electoral, sufren la presión de la inmediatez, de la exigencia de resultados aquí y ahora, y apelan a las oportunidades que otros predecesores tuvieron, en épocas más calmadas. La fugacidad que atraviesa a la sociedad amenaza la necesaria estabilidad para solidificar proyectos y ofrecer soluciones a los ciudadanos. No estaría de más que la política recuperase algo de sosiego a través de esos conceptos que Einstein manejaba en la física: tiempo y espacio.
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