Julio Valdeón

Auge e inmolación de Arancha

Existe el peligro de que la corrosión trepe y alcance a Marlaska y a Calvo. Ghali entró en España con la alfombra roja, sin luz ni fotógrafos

Arancha Gonzalez Laya REUTERS/Juan Medina/File Photo/File Photo
Arancha Gonzalez Laya REUTERS/Juan Medina/File Photo/File PhotoJuan MedinaREUTERS

Arancha González Laya alcanzó el Gobierno precedida por su fama de abeja laboriosa. Lo abandonó descabezada. Lo habitual en un Ejecutivo que paga a sus leales con el veneno o la espada y a los advenedizos con una salida hacia la Roca Tarpeya. Laya salió tarifada por un escándalo lo suficientemente grave como para que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, requiera los servicios de la Abogacía del Estado. Al capitán que falla los capos le pagan con el aniquilamiento, no sin antes enviar a Tom Hagen a prisión para recitarle desde el otro lado de los barrotes un elegante bodrio ciceroniano y prometerle que cuidarán por los suyos.

En el caso de Laya, el sacrificio fue profesional y reputacional. El mismo que bajó el pulgar intentará que su antigua subordinada abandone el juzgado sin demasiadas magulladuras. Entre otras cosas, porque en lo tocante a los residuos radiactivos la cadena de mando no es unidireccional. Existe el peligro de que la corrosión trepe y alcance al actual ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, que no se pierde una, y a la defenestrada Carmen Calvo.

Todo en el asunto del Frente Polisario, Marruecos y la crisis diplomática lleva la chapucera impronta de quienes anteponen la ocurrencia política a cualquier consideración técnica. Por lo que sabemos, el líder de los saharauis, Brahim Ghali, entró en España con la alfombra roja desplegada y sin luz ni fotógrafos. El Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación le franqueaba puertas. Incluido el privilegio de no tener que mostrar sus credenciales cuando aterrizó en la base militar de Zaragoza.

Según los devotos del Gobierno, Ghali, enfermo de Covid, habría recibido asilo y asistencia por una cuestión de índole humanitaria y, oh, nadie dijo ni mu para no alarmar a Marruecos y, ah, evitar un lío subsidiario entre ésta y Argelia. No mienten al afirmar que nos jugamos la seguridad antiterrorista, la presión migratoria, los caladeros de pesca, el suministro energético y otros asuntos de poca importancia. Pero olvidan que todo esto sale por la azotea desde el momento en que traemos a Ghali. O que el magistrado del caso teme que entrase de matute para no responder por las causas por las que le reclaman otros jueces españoles. Como resultado, la acusación particular pide que Laya responda por presunta prevaricación, encubrimiento y falsedad documental.

Los que entienden, quienes saben, dueños del secreto, reyes de la baraja, sostenían que Laya traía el aval de los pesos pesados de Exteriores. Ban Ki Moon y otros también le tenían ley. Nos contaron que ella, como Margarita Robles, Marlaska y Nadia Calviño, aportarían el contrapunto racional a unos compañeros dignos del Museo de Cera. Tenía enfrente la burricie ideologizada de doña Carmen, los ademanes de portero de discoteca de José Luis Ábalos y el pensamiento gaseoso de un Manuel Castells cuya obra sigue espera de que alguien le aplique el bisturí de un Sokal a la altura de sus naderías. Por no citar la otra pata del Ejecutivo, descorchada de una podemia a la que algunos saludaron como si estuviéramos ante los penúltimos representantes de la academia socrática cuando nunca pasaron de matones digitales, teóricos del plebiscito y apuntadores serviles de caprichos etnicistas.

Con semejantes compañeros, aunque fuera por contraste, Laya estaba llamada a brillar y brillar. Igual que la estrella de Loquillo y Gabriel Sopeña. Pero sucede que los astros más brillantes a menudo anticipan su final con fulgores. Pregunten por Betelgeuse, supergigante roja, que dejará a su muerte un agujero negro. O por la propia Laya. Si Sánchez liquidó el sanchismo para instaurar el pedrismo (a falta de otro nombre mejor), como para no inmolar a la pobre jurista.