Julio Valdeón
Los descentralizadores
Curiosamente nadie propone llevar las instituciones a Soria
Gana peso la idea del Estado como una inmensa «chaise longue», que antepone la ergonomía a la igualdad ante la ley. Gana fondo, tonelaje, músculo, acero, velocidad y potencia la política española concebida como una broma monstruosa o un plató televisivo donde vomitar simpáticas ocurrencias. Un circo inane, catódico y tontoide. Diseñado para debatir sobre estupideces y aparcar «sine die» lo que importa. Cobra nuevo prestigio, vaya, la vieja ocurrencia de Errejón y otras sobresalientes lumbreras, convencidas de que el secreto para combatir la deslealtad pasaba por ordenar el territorio, y el presupuesto, no olviden el presupuesto, como una timba donde siempre ganan los mejores matones. Los «bullies» de guardia. Insaciables como pirañas de vientre negro y aserrados colmillos.
Lo último para comprar los votos de nuestros entrañables xenófobos consiste en explicar que necesitamos con urgencia trasladar el Tribunal Constitucional a Tarragona, la Audiencia Nacional a Hernani, la Bolsa a Lugo, la Biblioteca Nacional a Barcelona y el Museo del Prado a Guernica. Optimizar su funcionamiento, primar el mérito o yugular las cuotas partidistas son cuestiones secundarias frente al sueño de una nación repoblada a base de trasladar edificios, sedes y funcionarios. Curiosamente nadie propone llevar las instituciones a Soria, Guadalajara, Cuenca o Mérida. Pero sólo porque los imbéciles que allí resisten todavía no cultivan un ceceo con denominación de origen o un bable como un Frankenstein. Para optar con garantías a una Comisión del Mercado de Valores, un Consejo General del Poder Judicial o una Renfe como Dios manda y la plurinacionalidad dispone necesitas antes un lunar distintivo. Se trataría de justificar los carteles bilingües, las academias de la «Llingua», las policías gramaticales y los multipremiados caladeros de voto cautivo. Hay que trasladarlo todo a la última pedanía siempre y cuando cuente con su correspondiente guateque diferencial. Un lío más o menos propio que ayude a premiar las banderías, con sus mil y una identidades armadas sobre el compost del gregarismo, las dispensas estamentales, los chollos por cuna o Rh, suma y sigue. Como en otras estelares ocasiones, tantas, circulamos ante un brindis al sol, y a la luna, que no puede sustanciarse más que en declaraciones de intenciones. O en nuevos agravios, estos sí muy reales, que sumar a la ristra de privilegios con los que sucesivos gobiernos centrales premiaron a las comunidades ricas y los ejecutivos autonómicos más insolidarios. Al fondo de la ocurrencia late, como un diapasón de veneno, una nueva campaña teledirigida contra Madrid y los madrileños. Para luchar contra la España vacía, que lo es por razones que escapan a la licuefaccionada mente de nuestros cabezas de yema, para sobreponernos a lo que no lograron ni las grandes inversiones ni los libros color blanco nuclear, no hay como urdir una pancarta contra Madrid, rompeolas de todos los tópicos, injurias, matracas e insultos. A falta de mejores argumentos siempre resta acogerse al guión de la madrileñofobia, ese clásico moderno. En caso de duda, la culpa puede repartirse entre Yoko Ayuso, Isabel Ono y sus votantes, todos fachas.
Qué la izquierda española está en manos de cínicos que te rompen la beca si denuncias el supremacismo periférico lo sabemos con excesiva certeza. Que ronean de progresistas unos intelectuales con la chorra fuera, pueden corroborarlo con sólo leer sus tribunas contra la igualdad ante la ley, ese capricho francés cual labios de B.B. o lasciva canción de Gainsbourg. El problema español lo vamos a alquitranar, hornear, reparar, remendar, enmendar y niquelar multiplicando nuestro big bang centrífugo. Al paraíso por la desvertebración. Golpe a golpe. Verso a verso. Chollo a chollo. Hasta que de lo común no reste ni la idea.
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