Opinión

Barca de cal

Una ciudad es una organización, en cierto modo, parecida a la de un barco: si uno vive en Barcelona, la analogía es más patente

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, recibe al nuevo alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, del PSC, y a los nuevos concejales, en el Palau de la Generalitat, a 17 de junio de 2023, en Barcelona, Catalunya (España). El presidente de la Generalitat ha recibido al nuevo alcalde y a los nuevos concejales de la ciudad condal tras la sesión de constitución del Ayuntamiento. Estaban presentes los candidatos Xavier Trias, de Junts, Ada Colau, de En Comú Podem, Ernest Maragall, de ERC y Dan...
Pere Aragonès recibe al nuevo alcalde y concejales de Barcelona.Alberto ParedesEuropa Press

Una ciudad es una organización en cierto modo parecida a la de un barco: tiene su rumbo, su logística, su pasaje, su intendencia y está expuesta al capricho de las corrientes. Si uno vive en Barcelona, la analogía queda todavía más patente porque la urbe parece un transatlántico o un galeón anclado junto a la costa, siempre queriendo romper sus amarras para lanzarse arrojadamente mar adentro. ¿Qué sucede, sin embargo, en una embarcación cuando una parte del pasaje quiere ir a babor y otra a estribor? ¿Y si encima, por añadidura, una parte de la tripulación quiere ir avante toda y otra poner marcha atrás? Para hacerlo aún más complejo ¿Y si esas partes son casi iguales en número, pero desproporcionadas en poder?

Ese es el galimatías, estrictamente demográfico, en el que siempre encontramos atrapada la barca de cal conocida como Barcelona. Para encontrar alianzas operativas entre los diversos grupos de ese laberinto, se recurre al sempiterno eje de la vida catalana que es el nacionalismo. Ahora bien, cuando el nacionalismo se abate sobre una población o territorio -en la medida que es una de las ideologías más analfabetas de los últimos siglos- todo las posibles soluciones sensatas o razonables pasan a un segundo plano.

Ser rico y no querer compartir es, probablemente uno de los instintos biológicos más primarios, orientados al instinto de supervivencia, en los seres vivos vertebrados. Ser rico y no querer compartir es también, hablando en plata, la base de esa desafortunada ideología que se fundamenta en mitos tan rupestres y primarios como que, pase lo que pase, el mejor siempre será el equipo local. Desde que los griegos se empeñaron en estudiar las regularidades de la naturaleza, los seres humanos hemos avanzado en el conocimiento de que hay innumerables diferencias entre todos nosotros, pero que resulta tarea incierta diagnosticar a unos como mejores que otros. Cuando todo se reduce al pensamiento básico de que el mejor siempre será el equipo local, el pensamiento se sitúa ya, quiera que no, en el terreno del ramplón supremacismo. Para blanquear esa mancha de dominio, se suele usar en Cataluña la palabra «diferente» para enmascarar que el mensaje que se está trasladando es el de «mejor».

Entre los diversos grupos políticos que captan los votos de los barceloneses se cuentan partidos que son nacionalistas sin tapujos y otros que quisieran serlo sin que les sacaran los colores. A estos últimos -generalmente de pretendida izquierda- es fácil sonrojarles preguntándoles simplemente por qué, si su supuesto ideario apuesta por la igualdad, dan prioridad en sus decisiones a esa mancha de desigualdad del credo nacionalista. La respuesta es obvia: en realidad, todos son conservadores tradicionalistas reaccionarios. Lo único que sucede es que algunos se sienten cómodos en esa manera de ser y otros, por pura vanidad, preocupados por el qué dirán intelectual, quieren serlo sin perder por ello su supuesta superioridad moral. Es entonces cuando el nacionalista se anuncia de izquierdas y quiere maquillar su apuesta por la desigualdad con someras medidas de preocupación social.

Los políticos son astutos en su especialidad y saben que al votante, cuando el tecnicismo «poliuretano expandido» les despista, lo mejor es decirles «corcho blanco». Por eso, los imposibles nacionalistas de izquierdas evitan reconocer que son nacionalistas sin tapujos y prefieren decir que son nacionalistas sin complejos que queda menos feo. Pero «tapujo» es, diccionario en mano, la reserva o disimulo con que se disfraza u oscurece la verdad y «complejo» una cosa bien diferente. Con esa fotografía del diccionario, resulta lógico que Junts y ERC se alíen por la alcaldía. La única posibilidad de evitarlo siempre han sido los golpes de efecto de última hora como el de Manuel Valls. ERC nunca superará su atávica y seminal contradicción que es la de ser, pese a su nombre, un partido de derechas. Aragonés es un derechista de perfil bajo (dicho sea sin segundas) y nunca despreció estar en la Generalidad dándole a Trías el timón del buque insignia municipal. Ese es el rumbo programado de la nave. Solo podía cambiarlo el clásico golpe de efecto. Con el pasaje y la tripulación viendo, además, como asoma a lo lejos Alianza Catalana (el inevitable Vox catalanista).