Nueva York
«En el verano de 1998 dije a Clinton que apoyaría una intervención militar»
«Cuando Bill Clinton asumió la presidencia de Estados Unidos, fue especialmente explícito respecto a la amenaza que suponía Sadam Hussein para la paz y la seguridad. Poco tiempo después pudo comprobarlo. La noticia de que los servicios de inteligencia iraquíes pretendían aprovechar la presencia del ex presidente Bush a los actos que conmemoraban la liberación de Kuwait para asesinarle obligó a Clinton a actuar.
Clinton denunció con claridad la existencia de un arsenal químico y biológico en Irak, el continuo incumplimiento de las obligaciones de desarme por parte de Sadam Hussein y su empeño en desarrollar capacidad nuclear. En su primera intervención ante los jefes de Estado Mayor y el Pentágono después de ser reelegido presidente, Clinton incluso llegó a sugerir la posibilidad de una intervención militar. Literalmente, sentenció: «La fuerza no puede ser la primera respuesta, pero a veces es la única respuesta».
Cinco años antes del 11-S, por tanto, Sadam Hussein ya era una preocupación estratégica de primer orden para Estados Unidos. Una preocupación en torno a la cual se fue construyendo un consenso político muy amplio entre demócratas y republicanos. Ese acuerdo se materializó en la Iraq Liberation Act, una ley aprobada por el Congreso en diciembre de 1998 y firmada por Bill Clinton que establece como política oficial de Estados Unidos la de «apoyar los esfuerzos para derrocar al régimen encabezado por Sadam Hussein y promover el surgimiento de un Gobierno democrático que lo sustituya». La ley comprometía la ayuda norteamericana a los grupos de oposición, incluido equipamiento militar, y preveía un tribunal de crímenes de guerra para enjuiciar a los dirigentes del régimen. No contemplaba la intervención militar directa, pero definía un acuerdo político muy amplio y sólido que cuatro años después sería la base para autorizar al presidente de Estados Unidos a utilizar la fuerza contra Sadam Hussein. La evolución de Sadam es la que va dando cuerpo a la doctrina, y el consenso cada vez es más amplio en las instituciones y entre la población estadounidense. Un consenso que se construye entre los dos partidos, que en buena medida es Clinton quien lo encabeza y que se prolonga con George W. Bush.
Aquel verano de 1998, Clinton me llamó para explicarme que la situación con Sadam era especialmente grave y que era necesario actuar. Me preguntó por nuestra posición en el caso de que se produjera una intervención militar y, a la vista de la información que me dio, le contesté que le apoyaríamos. El año anterior, en la visita oficial que realicé a Washington, Clinton me había planteado formalmente la petición de apoyo a España para la intervención sobre objetivos del régimen iraquí. No me pidió compromisos militares, pero sí la disposición a prestar apoyo logístico, si fuera necesario, a las operaciones que se estaban planeando. Le manifesté nuestra solidaridad porque me parecía que era la posición coherente ante la evolución de la situación de Irak y la existencia de un marco de obligaciones que se estaban incumpliendo de manera grave y reiterada. [...]
El 17 de diciembre tuvo lugar un contundente ataque sobre objetivos iraquíes de interés militar. En su comparecencia para dar cuenta del ataque, Clinton no dejó lugar a dudas sobre su análisis de lo que estaba ocurriendo en Irak y de lo que había que hacer: «Si Sadam desafía al mundo y no somos capaces de responder, nos enfrentaremos a una amenaza mucho mayor en el futuro». Terminó con una afirmación inequívoca de lo que ocurriría si no se actuaba: «Sadam volverá a atacar a sus vecinos. Declarará la guerra contra su propio pueblo. Y, quédense con mis palabras, Sadam desarrollará armas de destrucción masiva. Las desplegará y las usará».
La trayectoria de Sadam Hussein era una historia terrorífica. [...] De la crueldad de Sadam Hussein sabían también sus adversarios y aquellos que perdían su favor. [...] El régimen iraquí estaba especialmente activo en su intento de que se levantaran las sanciones. A mí me lo pidió personalmente el ministro de Asuntos Exteriores Tariq Aziz cuando nos reunimos en Nueva York en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Sadam era un factor de inestabilidad y un peligro para sus vecinos. Había mantenido una guerra de ocho años con Irán a un coste humano y económico devastador, había invadido Kuwait para anexionarlo como una nueva provincia de Irak, y había atacado a Israel y a Arabia Saudí.
Desde la comunidad internacional, se habían hecho y seguían haciéndose los mayores esfuerzos diplomáticos para desactivar la amenaza de Sadam y obligarle a cumplir las exigencias impuestas por la ONU. [...]
Cuando a finales de 2002 se aceleraron los acontecimientos que desembocarían en la intervención militar de norteamericanos y británicos, el ya ex presidente Clinton vino de visita a Madrid. Almorzamos juntos en La Moncloa. Recuerdo muy bien lo que me dijo: «La verdad es que no sabemos qué pasa en Irak desde hace cinco años». Es decir, desde que Sadam Hussein había expulsado a los inspectores de la ONU. El reconocimiento era impresionante. Equivalía a admitir que el dictador de Irak y uno de los adversarios o enemigos más relevantes de Estados Unidos estaba literalmente fuera de control de la comunidad internacional.
A finales de 2002 se negoció la que luego sería la Resolución 1441 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Desde el cese de las hostilidades de la guerra del Golfo once años antes, en 1991, ese mismo Consejo de Seguridad ya había aprobado otras 16 resoluciones. Todas imponían obligaciones claras y terminantes que se habían incumplido abiertamente: desde la obligación de declarar arsenales hasta la de facilitar el trabajo de los inspectores, pasando por la de destruir capacidad militar prohibida.
Durante esos años, Irak había sido objeto de acciones militares de contención y de castigo por parte de Estados Unidos y el Reino Unido. [...] El incumplimiento sistemático de las resoluciones de la ONU por parte de Sadam parecía conducir inevitablemente hacia nuevas acciones militares para las que no se había exigido una legitimación internacional añadida al marco jurídico que ya existía. Sin embargo, a pesar de la evidencia de que su predecesor Bill Clinton había utilizado la fuerza militar cuando lo consideró necesario sin nuevas autorizaciones de las Naciones Unidas, George W. Bush no quiso hacerlo y decidió acudir al Consejo de Seguridad.
Tomó esta decisión contra la opinión de algunos destacados miembros de su Gabinete que, no sin argumentos, alegaban el precedente de Clinton».
«Echando la vista atrás, sin duda resulta bastante paradójico que el Bush al que ya entonces se le acusaba de "unilateralismo"decidiese trabajar dentro de las Naciones Unidas, mientras que Bill Clinton, oficialmente multilateralista, lo había considerado un trámite prescindible porque estaba convencido de contar con suficiente amparo legal. [...] Bush lo estableció así en septiembre de 2002, cuando intervino ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. La víspera de su intervención me llamó para delantarme lo que iba a decir. Quería trabajar con las Naciones Unidas a partir de la constatación evidente del incumplimiento por parte de Sadam de las resoluciones que le afectaban. Hablé también con Blair de esta estrategia de implicación de las Naciones Unidas que, coincidíamos, era la correcta.
Liderada por Bush, la diplomacia estadounidense se puso a trabajar en las Naciones Unidas hasta alcanzar un consenso en torno al texto que se votaría como Resolución 1441 del Consejo de Seguridad aprobada el 8 de noviembre de 2002. En virtud de dicha resolución Irak debía presentar en el plazo de 30 días una "declaración cabal, exacta y completa de todos los aspectos de sus programas para el desarrollo de armas químicas, biológicas y nucleares, misiles balísticos y otros sistemas vectores". Cuatro meses después, en vez de hacer esa declaración, Irak pedía aclaraciones al consejo sobre su resolución y seguía obstaculizando arbitrariamente la labor de los técnicos de la OIEA y de UNMOVIC, la nueva misión de inspección de la ONU.
Pronto se desencadenó una ruidosa controversia jurídica sobre el alcance de la resolución y en qué medida ésta habilitaba para utilizar la fuerza contra el régimen de Sadam Hussein. Los argumentos a favor de esta interpretación —que yo compartía— tenían peso.[...] La resolución recordaba que el consejo había autorizado a los Estados miembros a adoptar las "medidas necesarias"para forzar a Irak a cumplir las obligaciones de desarme impuestas en 1990 y todas las resoluciones posteriores, y advertía a aquel país de las «graves consecuencias» que se derivarían de un nuevo incumplimiento. [...] La oposición a esta interpretación no ofrecía una explicación de por qué, con mayor cobertura de la ONU, era inaceptable lo que se venía aceptando hasta entonces como una actuación legítima contra Sadam. [...]
En este clima, se planteó la conveniencia de buscar una nueva resolución del Consejo de Seguridad que actuara, si llegaba el caso, como desencadenante de la acción militar. El primer ministro británico Tony Blair y yo mismo aconsejamos esa iniciativa, no porque la considerásemos jurídicamente necesaria, sino porque parecía políticamente conveniente si con ello se ayudaba a ensanchar y fortalecer el consenso desde el que afrontar la crisis. Bush, de nuevo, aceptó volver al Consejo de Seguridad, en la confianza, compartida con Blair, de que, entre otros, México y Chile le apoyarían y de que Francia no utilizaría su veto.[...]
En realidad, que hubiera o no una nueva resolución parecía traer sin cuidado a los demás; a quienes importaba era a nosotros. Habían adoptado una postura de oposición a Estados Unidos y habían elegido este asunto, de una enorme gravedad, para poner en práctica algunas teorías sobre Europa como contrapoder de Estados Unidos o para buscar un factor de movilización política y callejera que reviviera la suerte política de una izquierda que se sentía perdedora histórica frente a los norteamericanos.
En España, el entonces líder de los socialistas, José Luis Rodríguez Zapatero, lo dejó muy claro cuando llegó a reconocer que no apoyaría la intervención aunque hubiera una nueva resolución de las Naciones Unidas. Las pretendidas insuficiencias jurídicas de nuestra posición eran en realidad una excusa para el combate político y la búsqueda de rédito electoral.
La discrepancia en Europa respecto a Irak no estribaba en el grado de peligrosidad o de amenaza que representaba Sadam Hussein para la seguridad y la paz mundiales. En contra de lo que tanto se ha dicho y repetido, tampoco se centraba en la existencia de armas de destrucción masiva. Lo primero no lo dudaba nadie, y lo segundo, casi nadie, en tanto en cuanto el propio Sadam Hussein había contribuido a hacernos creer que las tenía y en gran cantidad.
El verdadero motivo de la discrepancia europea eran las pretensiones de Francia y Alemania. Ambos países llegaron a la conclusión de que era el momento de romper amarras con Estados Unidos e inaugurar una nueva concepción de la defensa de los países europeos, más alejada del atlántico y todo lo que ello significa. Una concepción—y esto es clave—en la que España y otros países europeos no tendríamos mucho que decir y en la que nuestros intereses quedarían supeditados a los de los grandes, al autoproclamado núcleo de la «Europa europea». [...]
Las motivaciones francesas quedaron muy claras cuando Chirac mandó callar a los países europeos que no estaban de acuerdo con la posición de Francia. En particular a Polonia, Hungría y la República Checa, a los que les advirtió que los europeos «de siempre» ya habían hecho bastante con aceptarlos en la Unión y que ahora lo que debían hacer era acatar lo que dijeran los franceses y los alemanes. En este grupo de países considerados «de segunda» se incluía también a otros, como Italia, Holanda, Portugal, Dinamarca y, por supuesto, España. Era una concepción muy poco integradora de Europa y la Unión Europea.
Chirac aprovechó la oportunidad de la crisis de Irak para asociar a Schroeder a una estrategia que se presentaba como pacifista. Y Schroeder se sumó, a pesar de lo que había dicho y prometido. Antes de las elecciones alemanas, en septiembre de 2002, el canciller alemán se había reunido con Bush y le había asegurado su apoyo a una eventual intervención en Irak. Lo curioso es que ese ofrecimiento se lo hizo a Bush sin que éste se lo pidiera. [...] Luego se sintió engañado y nunca lo olvidó.
En todo caso, la voz cantante la llevó Francia. Probablemente porque Alemania le había entregado el testigo a cambio de que Francia suscribiese la preeminencia de Alemania en la cuestión de la paridad dentro de la Unión Europea.
Fue entonces cuando Putin vio una oportunidad con la que nunca había soñado y se apresuró a aprovecharla. Lo que no había sido capaz de conseguir la antigua Unión Soviética –romper la solidaridad atlántica – se lo encontraba servido en bandeja. [...] Putin es un hombre pragmático que está convencido de que Rusia necesita una fuerte autoridad central. [...]
La cuestión era qué íbamos a hacer los demás. Y los demás –no todos, pero sí muchos– decidimos que no íbamos a aceptar que nadie se arrogara el derecho a decidir la posición del resto de los países y, mucho menos, si esa posición no era conveniente a nuestros intereses.
La posición de España ante la cuestión de Irak era una continuación lógica—no digo que necesaria—del papel que nos habíamos ganado en la Unión, un papel que todavía no había calado en todas partes. En España seguía muy extendida la idea de que cualquier cosa que viniera de "Europa", como suele decirse, era de por sí positiva y buena para España. Esto era probablemente la consecuencia de la Transición y del importante papel desempeñado por Europa en nuestra apertura a la democracia y nuestra posterior consolidación económica. Eso hacía prácticamente imposible oponerse o plantear una posición propia. Y, ni mucho menos, alternativa.
Yo no estaba dispuesto a aceptar esa dinámica. Lo importante para mí era preservar y hacer respetar los intereses de España. Por eso, cuando Francia y Alemania decidieron hacer pública una declaración sobre la cuestión de Irak sin contar con el criterio o la opinión del resto de los países de la Unión, mi respuesta fue decir "no". No, ningún país europeo, por fuerte o poderoso que sea, puede arrogarse el derecho a hablar en nombre de los demás. En esa posición yo no estaba solo, ni muchísimo menos.
Un grupo de países que no aceptábamos las pretensiones hegemónicas de Francia y Alemania, y que no queríamos que se produjera una grave quiebra en la relación atlántica, nos planteamos la posibilidad de hacer una declaración política pública para explicar nuestra posición. A sugerencia y petición del periódico "The Wall Street Journal", aquella declaración se convirtió finalmente en un artículo titulado "United We Stand". Yo fui el ponente del texto, que circuló entre los Gobiernos europeos, y que inicialmente suscribimos ocho primeros ministros o presidentes: los de Italia, el Reino Unido, Dinamarca, Hungría, Polonia, Chequia, Portugal y España. Una vez publicado, fuimos recibiendo nuevas adhesiones. Al final, de los veinticinco Estados que entonces formaban la Unión Europea, 18 apoyaron el texto.
Como era de prever, nuestra iniciativa agudizaría las discrepancias internas en la medida en que Chirac pretendía lisa y llanamente que los nuevos Estados candidatos de la Europa central y del Este simplemente se callaran. [... ] En lo que afecta a España, tuve la oportunidad de decidir si nuestro país continuaba con una política de complacencia ante el núcleo de lo que se autodenominaba la "Europa europea"o si, por el contrario, dejaba de jugar a ese juego y enfocaba la política exterior tal y como yo creía que era más conveniente a sus intereses. Tuve la oportunidad y tomé una decisión. Eso supuso someter al país a un proceso de cambio y aceleración muy profundo. [...]».
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