Política
La politización, al desnudo
Hay quienes se proponen politizarlo todo y politizarnos a todos. Las tensiones sociales y las elecciones sirven de pretexto a este afán sectario, divisor. Por ello, hoy, los españoles debemos afinar nuestro sentido crítico frente a este totalitarismo de la politización.
En este tiempo, algunos se han mostrado particularmente entusiastas respecto a politizar actos en favor de las víctimas del terrorismo, conmemoraciones como el día de la mujer, relaciones con instituciones tan representativas como los medios de comunicación, la corona, la diplomacia, el ejército o la universidad. Advirtámoslo y rechacemos el embate, pues este virus del politizar no conoce límites.
Comenzaron politizando la educación, la salud pública, las pensiones, el sistema financiero, la inmigración, la ecología, los nombres de nuestras calles, nuestra historia, nuestro mismo lenguaje, nuestros textos jurídicos. Hoy politizan ya nuestras tradiciones y arte (la tauromaquia, las fiestas, la cinematografía, incluso nuestros templos), o nuestro ocio y deporte (como el fútbol o la caza). Hasta se pretenden politizar la sexualidad y la dependencia, nuestros muertos y recuerdos, e incluso la moral y el humor. ¿Se atreverán también a politizar nuestra intimidad y conciencia? Desde luego, lo procurarán con denuedo.
Para evitar caer en la adiposa tela de araña de la politización, conviene desnudarla. Repasemos, sucintamente, sus más conspicuas falacias. Determinados argumentos engañosos nutren su pólvora. El primero consiste en presentar como sinónimos el politizar o politizarse y la responsabilidad social. Como si todo aquel que no se prestase a orientar su juicio sobre un asunto desde lo político constituyera un monstruo insolidario.
Otra treta estriba en hacer equivalentes este politizarlo todo con el realismo, con un sagaz desenmascarar intereses ocultos por todas partes. Muchos no admiten la posibilidad de una cierta independencia, neutralidad, objetividad. Por eso, para ellos, en España, ni existe ni puede existir un sistema judicial justo, ya que ven imposible la imparcialidad. Paradójicamente, para ellos, la única forma de tener una Justicia mejor es politizándola aun más de lo que ya pueda estar, politizarla a conciencia y exhibirlo a las claras, sin veladuras.
Nos politizan por su propio interés, claro, para manipularnos mejor. Nos politizan porque son incapaces de vivir de otra manera que no sea a costa de esta extensión de la política a todo. Cualquier acto, cualquier decisión, cualquier palabra, repiten, deben orientarse por criterios políticos. ¿Se imaginan una medicina, una ciencia, una industria, un urbanismo, una música, hasta unas fuerzas de seguridad y un ejército, politizados? El nazismo y la URSS dieron buen ejemplo de ello. Hoy, los populismos siguen esta embaucadora estela. Y hasta aquí se puede llegar, entre nosotros, si no lo remediamos.
El mantra de esta fiebre de politización resulta simple, en su incesante martilleo: valorar algo sin el esquema político es propio de tecnócratas y profesionales insensibles. He aquí un burdo sofisma. Tras su machacona propaganda se esconde el concebir la política como la mera defensa de unos intereses, personales o de grupo, según la característica interpretación dialéctica y marxista. Sin embargo, la política no es politización, sino el noble arte de servir al bien común, mediante la participación en el poder de administración o gestión de lo público. Requiere integridad y convicciones, no la «ideologización» de toda esfera vital. Pues la politización entraña siempre la ideologización, como vía estratégica para la acumulación de un poder omnímodo.
Quien padece este síndrome de la politización no es, por ello, un mejor animal político, en el sentido de una persona especialmente avezada y ducha en las lides de lo público. Tampoco lo es en el significado clásico de esta expresión, que acuñó Aristóteles, y que señala que los sujetos humanos constituimos seres naturalmente sociales, hechos para la vida en comunidad. Participar no es lo mismo que politizarse. Entre los mejores valores de la participación ciudadana, madurados en la polis griega, y esta politización actual, de todo y de todos, hay graves diferencias. Por eso, tampoco el concepto de compromiso social equivale a este afán totalitario que anega la vida entera bajo las turbias aguas de una u otra concepción ideológica.
Necesitamos política y buenos políticos, incluso un mayor compromiso ciudadano, no «politizadores». Guardémonos de quienes predican este ideologizarlo todo, que solo lleva a un lugar: la controversia permanente y espuria, la negación de los puntos más fecundos de encuentro entre nosotros. La disputa partidista aspira a tintarlo todo de un solo color, el de las convicciones e intereses propios sobre el poder. Si las elecciones y la convivencia reclaman debate político, debatamos, y argumentemos políticamente también. Pero no a costa de esta despótica dictadura: la de politizarlo absolutamente todo.
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