Opinión
La voz de su amo
De Óscar Puente, como ministro de España, es lícito esperar un lenguaje y unos contenidos un poco más civilizados
Hace ya semanas me dejé decir que, debido a su retórica atolondrada, el ministro Óscar Puente nos iba a dar grandes tardes de risa y combustible a los satíricos. Me complace comprobar que, pensando siempre en el bien y la alegría del prójimo, se esfuerza al máximo en no defraudarnos. Él ministro de transportes ha llamado a su jefe «el puto amo» y ha salido en tromba a justificar, como si fuera un éxito y una cosa normalísima, que su líder esté desatado escribiendo cartas histriónicas a todo aquel que se le ponga por delante: ahora la ciudadanía, luego la militancia. En tales cartas, su superior inmediato se empeña en hablar de una supuesta «regeneración democrática» que todavía no ha sido capaz de precisar.
Partamos de la base, para empezar, que esto de la democracia consiste básicamente en no tener amos, no sé si lo ha pensado el ministro. La democracia surgió precisamente para emanciparse de ese tipo de abusivas relaciones de poder. El invento de la democracia corresponde al anhelo de unas gentes razonables de tener una distribución igualitaria de la justicia y un libre disfrute de la individualidad. No comentaré el adjetivo que acompaña la definición del amo. Solo decir que, de un ministro del gobierno de España, es lícito esperar un lenguaje y unos contenidos un poco más civilizados. No sirve tampoco la coartada de pretender usar un lenguaje juvenil y moderno, porque no hay nada más patético que un señor madurito usando expresiones ya rancias para querer pasar por joven, quedando como un rústico. Se ve a simple vista que la riqueza léxica no es el principal atributo del ministro y que no frecuenta mucho el diccionario.
Pero lo realmente inquietante, de cara a confiar en la posible cordura de nuestro ministro, son las razones por las que asegura indiscutible la condición de amo del mundo para su jefe. Afirma que, en Europa y el globo entero, supera de largo el prestigio que hace años tuvo Felipe González. Y lo dice justo cuando su querido amo vuelve de una gira fracasada por Europa donde aspiraba a convencer a todos a reconocer al estado palestino y solo le han querido escuchar Malta e Irlanda, aparte de recibir un rapapolvo impresionante del Financial Times, que le considera un oportunista anecdótico y bilioso. Si la regeneración democrática va a basarse en la urgente y necesaria interdicción de que nuestros gobernantes dejen de consumir cualquier posible estupefaciente que les provoque una percepción alterada de la realidad, ya le puedo asegurar al ministro que esa iniciativa contará con todo mi apoyo. Quede claro que no pido su ilegalización, sino solo que los políticos con mando en plaza se abstengan de su consumo.
Es curiosa la obsesión del gobierno actual con Felipe González, su complejo de inferioridad con respecto a aquel PSOE que cambió España. En lugar de usar esa memoria como un activo, sus ministros se dedican a socavarla todo lo que pueden, quizá porque piensan que con la comparación salen perdiendo. Aquel fue un PSOE con estructura garantista, mandos intermedios, poder repartido y espacio deliberativo. Así pudo gobernar con éxito España y tener prestigio en Europa. Nombres como el de Javier Solana, Josep Borrell, Jorge Semprún, Almunia, Solbes, Rubalcaba, etc., tenían estatus de figuras cultas, sobrias, respetadas, con los que se podía estar de acuerdo o no, pero de cuya competencia y capacidad no cabía duda.
¿Qué es lo que tenemos ahora? Ignoro la capacidad de trabajo de las figuras actuales, pero sus perfiles son lamentables. María Jesús Montero habla con una dicción atropellada, como la señora esa de la cola del mercado que siempre anda mal de los nervios y no se toma la medicación. Bolaños, cada vez que quiere posar de intelectual humanitario y razonable, termina pareciendo un pisaverde. De la rusticidad general de Puente ya hemos hablado: baste decir que simplemente le parece un prodigio y una maravilla que alguien hable inglés.
Si se me reprocha que personalizo, solo puedo responder que ha sido el presidente quien ha convertido lo personal en una cuestión política. Pero resulta evidente que la democracia no se regenerará con este -tan entrañable como risible- material humano.
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