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Libertad de lenguas

La Corona que fue llevada al Congreso de los Diputados para el acto de proclamación de Felipe VI
La Corona que fue llevada al Congreso de los Diputados para el acto de proclamación de Felipe VIlarazon

Supongo que algo semejante le sucede a una gran mayoría de españoles de mi quinta. Me refiero al recuerdo imborrable de lo que representó, en nuestras vidas particulares y como ciudadanos, el bienio de 1977 y 1978. Esto es, el arco temporal que nos llevó de las primeras elecciones democráticas después de la República hasta la aprobación de un nuevo texto constitucional.

Yo andaba por los veintitantos, y desde entonces tengo para mí que nuestra Constitución de 1978 significó el acontecimiento histórico más trascendental que me ha tocado vivir, a cuyo amparo nacieron ya mis hijos. Nacieron, pues, en libertad, que para Miguel de Cervantes «es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida». Libertad que llegó a la vez a las otras lenguas que son españolas junto con el castellano.

España fue regida a lo largo del siglo XIX por cinco constituciones. Es de destacar que en ninguna de estas cartas magnas se atiende a la cuestión lingüística. Pero simultáneamente se estaba produciendo en el seno de la sociedad civil la reivindicación de los otros idiomas de España, además del castellano. Ello traía cuenta del movimiento romántico extendido por toda Europa, uno de cuyos conceptos fundamentales, formulado por Hegel y hecho suyo por Johann Gottfried Herder, era el del volksgeist, el «espíritu del pueblo», del que las lenguas se consideraban expresión fundamental.

En la historia de nuestro constitucionalismo hay que esperar a la Constitución de la República española de 1931 para encontrar la primera referencia a la lengua común y a las lenguas vernáculas. En su título preliminar se declara al castellano idioma oficial de la República «sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconozcan a las lenguas de las provincias y regiones», y sin que a nadie se le pueda exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional «salvo lo que se disponga en leyes especiales».

Ante este panorama histórico legislativo, bien podemos considerar una de las aportaciones más destacables de la Constitución de 1978 el reconocimiento del carácter plurilingüístico de nuestro país, que en ella se produce de manera incontestable. En consecuencia, la disposición final anuncia que su texto se publicará no solo en castellano, sino también en las demás lenguas españolas.

La concreción de aquel principio fue objeto de muy amplio debate, tanto en el Congreso como en el Senado. Al final, hilando muy fino, los constituyentes propusieron, en el artículo 3 del título preliminar, que «el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla». Pero afirmaron a la vez que «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». Y remataban la tarea rechazando la llamada «maldición de Babel», al considerar que «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección».

El pacto constitucional de 1978 sentó las bases de un proceso que no se puede dar todavía por cerrado, pero que ha posibilitado sobremanera la neutralización entre dos conceptos específicos de la Lingüística como son el de bilingüismo y el de la diglosia. El reconocimiento constitucional, los programas autonómicos de normalización lingüística, los sílabos educativos, los medios de comunicación audiovisuales y escritos, las industrias culturales basadas en la lengua y, en general, la revalorización de los idiomas españoles además del castellano han conseguido en muy alto grado la dignificación de todos ellos, y la superación de las situaciones diglósicas en aras de un bilingüismo equiparable al de tantas y tantas regiones, nacionalidades y Estados del mundo.

La aplicación leal de la Constitución de 1978 y de los posteriores estatutos de las comunidades autónomas a todo cuanto se refiere a la relación entre nuestros distintos idiomas es garantía de una convivencia pacífica y fecunda entre todos ellos, de acuerdo con un modelo muy extendido: el de un Estado plurilingüe, enriquecido en nuestro caso por una lengua que no solo hablamos todos los españoles, sino quinientos setenta y cinco millones de personas en cuatro de los cinco continentes. Pero queda apuntada la clave para que este desiderátum de la constitución aprobada ahora hace cuarenta años se cumpla de manera efectiva en beneficio de toda la ciudadanía: la lealtad de las comunidades autónomas para con el principio de la cooficialidad entre el castellano y las demás lenguas españolas. Esto es: el cumplimiento escrupuloso del mandato constitucional.