Guerra en Afganistán
«Me han dado, venid a por mí. Estoy perdiendo mucha sangre»
LA RAZÓN accede a las declaraciones de los supervivientes del ataque a la embajada en Kabul
LA RAZÓN accede a las declaraciones de los supervivientes del ataque a la embajada en Kabul
Los siete policías que sobrevivieron al atentado contra la embajada española en Kabul el 11 de diciembre del pasado año –en el que fallecieron dos agentes españoles, otros cuatro afganos y dos empleados de la legación de esa misma nacionalidad– relataron con todo detalle a la fiscal de la Audiencia Nacional Dolores Delgado las doce horas terribles que pasaron hasta que fueron liberados. Esas comparecencias se enmarcan en la investigación por homicidio imprudente abierta por el juez Santiago Pedraz contra el embajador en Kabul, Emilio Pérez de Ágreda, y su entonces segundo, Oriol Solá, de la que según los querellantes podría derivarse una responsabilidad civil de los ministerios de Exteriores e Interior (en este último caso, de forma subsidiaria) por las quejas sobre la falta de seguridad en el recinto, que, denuncian, no fueron atendidas.
LA RAZÓN ha tenido acceso a esas declaraciones prestadas en los últimos meses antes de la admisión a trámite de la querella –y a las del secretario de la embajada, que también testificó al respecto–, que permiten reconstruir esas horas de angustia a través de las voces de sus protagonistas (cuya identidad se preserva por razones de seguridad).
Son las 17:45 (hora local) en Kabul. Viernes (día festivo en Afganistán), 11 de diciembre de 2015. Una gran explosión sacude los cimientos de la embajada. Un coche bomba acaba de estrellarse contra uno de los tres edificios de la embajada española. «Era fiesta y estábamos descansando cada uno en su habitación. Se oye un gran estruendo y retumba todo el edificio. En principio pensé que había sido un terremoto», recuerda A. T. M. «Me caigo de la cama y me levanto aturdido sin saber dónde estaba. Salgo a la puerta en calzoncillos. Todo está lleno de humo y cascotes», rememora otro agente, N. A. F. R., que inmediatamente fue a por su arma reglamentaria. «¡Nos atacan, nos atacan!», avisa por radio uno de los policías. Su voz la escucha a 200 metros de la legación diplomática otro de los compañeros destinado en la embajada . J. L. G. M. viene en coche del aeropuerto, adonde ha ido a recoger a la canciller española, Mercedes Reina. El atentado les sorprende a pocos metros de la embajada.
Tres terroristas están ya dentro del recinto, aprovechando el boquete abierto por la deflagración, y se dirigen a través del patio hacia uno de los tres edificios, disparando y lanzando granadas a su paso. Se proponen tomar la azotea. Han pasado apenas unos segundos y el edificio asaltado se queda a oscuras. «No se fue la luz. Quitaron los fusibles. El cuadro de fusibles está en la planta cero. Es visible siempre que sepas lo que es», cuenta S. F. M. Fueron directos, sí.
«Sabían perfectamente dónde estaban –coincide en su testimonio N. A. F. R.–. Uno no entra en un edificio y se mueve con esa soltura si no conoce al dedillo dónde está».
En esa misma planta se encuentra la habitación del subinspector Jorge García Tudela. Sus compañeros tienen claro que se topó con los terroristas y les hizo frente. «Jorge hizo fuego de ataque. Llegué a contar seis cartuchos de G-36» (el fusil del Ejército español) –en el suelo del baño donde encontraron su cadáver después de ser liberada la embajada–, «seguramente había más. Le dio tiempo a hacer fuego. Eso quiero que se sepa: no murió escondido», reivindica otro de los agentes supervivientes, S. A. B. G.
«Vienen a rematarnos»
La ráfaga de disparos se escuchan en todo el recinto. «Te da un vuelco el corazón y piensas: “Encima de que nos han explotado un coche bomba vienen a rematarnos”. Este agente, A. T. M., fue a por su pistola, la montó y se parapetó detrás de la cama a esperar allí «a que me matasen o a matar yo, a sobrevivir como pudiese. Ya no quedaba otra salida. Los escuchaba que venían». Pero los tres talibanes pasaron de largo y alcanzaron su objetivo, la azotea del edificio. «Estamos vivos porque no le dio a ninguno por bajar. Gracias a Dios subieron para arriba».
Los policías que se hallaban en ese edificio consiguieron reunirse en el «búnker», un sótano con una puerta metálica que no cerraba bien, e intentaron sin éxito contactar por radio con el subinspector, que ya había sido abatido. «Daba tono, pero no lo cogía».
En el edificio contiguo, donde se encuentra la residencia del segundo embajador (el titular estaba de vacaciones en España), Isidro Gabino San Martín Hernández –el otro fallecido en el asalto, a quienes sus compañeros se refieren en todo momento como «Gabi»–, abandona el inmueble para ir a buscar a su compañero de guardia en la garita de acceso. «Yo voy a la cancillería, no dejo a Santi solo», dice en referencia a su compañero J. R. S. A éste le ha sorprendido la explosión en el control de cámaras, «a 30 metros de la barrera de acceso». Intenta accionar la alarma, pero no funciona. «Se apagó todo. Quedamos totalmente a oscuras», recuerda. Después de atrancar la puerta principal, cuyos cerrojos habían saltado, revisó las estancias de la cancillería para «comprobar que no había nadie». Y se dirigió a reunirse con sus compañeros. «Empezaron a llover tiros por todos lados y nos parapetamos detrás del coche del embajador».
En el edificio contiguo al que han tomado los terroristas, los agentes se dirigen a la vivienda del segundo embajador. Está con ellos el secretario de la embajada, a quien una imagen se le quedó grabada. Mientras estaba echado en el suelo para no llamar la atención de los talibanes (las azoteas de ambos edificios están separadas por apenas tres metros que se pueden salvar de un salto), «en el espejo del cuarto de baño se veían los fogonazos que venían de fuera».
Uno de los agentes, S. A. B. G., sube a la azotea. «Vi dos sombras». Eran los terroristas, pero él no lo sabía. «Les fui a preguntar: “¿Estáis bien?”, porque fue todo tan rápido que di por hecho que eran mis compañeros, pero tuve un momento de lucidez y pensé: “¿Y si no son?”. Me escondí y cogí el arma». Esperó quince segundos. «Pensé : “Si los escucho hablar español, son mis compañeros. Si los escucho hablar en dari, abro fuego”». Tras cerciorarse de que no eran policías, se reunió abajo con sus compañeros.
En el sótano del edificio ocupado ya se encuentra «Gabi». Siguen sin saber nada del subinspector (a quien ya han abatido los terroristas) y él insiste en ir a buscarlo. «Hay que ir a por él, hay que ir a por él», repite. Sus compañeros intentan disuadirle en vano. «Tú solo no te vas», le dice N. A. F. R, que relata a la fiscal Delgado lo sucedido: «“Cúbreme”, me dijo. Anduvo tres o cuatro metros y empezamos a recibir fuego. No veíamos más allá de un metro. Lo oí caer. Recibíamos disparos de todos sitios. Me quedé paralizado». «Como alma que lleva el diablo, porque me mataban», consigue volver al refugio. «Gabi, ¿donde estás?», le pregunta. «Estoy en el suelo, me han dado. Venid a buscarme. Me estoy desangrando. Me voy a desmayar», le escuchan decir por radio. «Con una total calma y tranquilidad –recuerda N. A. F. R.–, como si nos estuviéramos tomando una cerveza, llegó a decirnos en un tono de amistad: “Venid por mí, cabrones, venid por mí”». «Con toda la rabia y la impotencia, no puedes hacer nada –asegura el agente con amargura–. Como saliésemos, nos mataban».
El policía al que la explosión ha sorprendido extramuros de la embajada comunica a sus compañeros que va a entrar a por «Gabi». «Vamos a entrar con la Policía afgana. No salgáis del búnker». Pero todos sus intentos, incluso con un vehículo blindado que fue alcanzado por una granada, resultan infructuosos. Tras la renuencia a acompañarle de un equipo de asalto estadounidense, es autorizado a entrar solo, aun a sabiendas de que los talibanes habían dejado allí al agente como cebo. «Su arma apareció en la azotea. Yo pienso que bajaron, movieron su cuerpo y se llevaron el arma. Lo dejaron ahí para que fuéramos a por él». Y fue.
Cuando llegó a «dos o tres metros» de él ya habían pasado más de dos horas desde que le habían herido, pero seguía consciente. «Abro fuego y una vez que cojo a Gabi –explicó a la fiscal– escucho una explosión que me hace caer hacia atrás. Tuve que cortarle el chaleco y la mochila porque era demasiado peso y no podía con él».
Sollozando pero con una entereza admirable, N. A. F. R, describe a la fiscal la impactante escena que vivió cuando consiguió dejar en la ambulancia a su compañero, que fallecería camino del hospital minutos después. «Le dije: “¿Por qué, tío, por qué?». «Había que salir a buscar a Jorge», le respondió. «Él no salió a pelearse, a hacer la guerra por su cuenta –hizo hincapié defendiendo la memoria del agente fallecido–. Intentó buscar a su compañero, que era lo que había que hacer, o intentarlo al menos».
Dentro de la embajada, sus compañeros vivían horas de angustia. Durante esas doce horas completamente a oscuras se produjeron hasta cinco asaltos intentando liberar la legación. «Cada dos horas había un tiroteo sobre nuestras cabezas –recuerda A. T. M.–. Y pensábamos: “En cualquier momento, morimos”». La confusión llegó al máximo cuando, en una de esas ráfagas en las que recuperaban la cobertura y recibían noticias del mundo exterior, se enteraron de que «el presidente del Gobierno dice que todos los funcionarios de la embajada han sido liberados. No entendíamos nada».
Pasadas las seis de la mañana, finalmente les avisan por radio de que los terroristas han sido abatidos y de que iban a entrar a liberarlos. «Nos dijeron la palabra clave». «Os dirán “Madrid” cuando bajen. Contestad “Madrid”». «Cuando salimos vemos una zona de guerra. Todo arrasado. Era impresionante».
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