Opinión
El plan contra la corrupción, una operación de maquillaje
La ciudadanía no necesita más relatos de compromisos éticos, necesita una justicia que funcione con independencia, dotación de medios y garantías
El presidente del Gobierno presento ayer en el Congreso su Plan Estatal de Lucha contra la Corrupción. Sobre el papel, el documento contiene una batería de medidas que van desde la creación de nuevas agencias y marcos legales hasta el uso de inteligencia artificial. Sin embargo, más allá de los anuncios, lo que el plan no dice –y lo que evita afrontar– es igual de importante que lo que promete. La corrupción no se combate con más estructuras o declaraciones de buenas intenciones, sino garantizando independencia judicial, medios suficientes y una aplicación efectiva de la ley.
La piedra angular de cualquier estrategia anticorrupción en un Estado democrático es la independencia real del Poder Judicial y del Ministerio Fiscal. Si en el futuro se pretende otorgar a los fiscales la instrucción de las investigaciones penales –incluidas las relativas a corrupción–, es imprescindible establecer previamente garantías sólidas que aseguren su autonomía frente al Gobierno. De lo contrario, el riesgo de interferencia política en procesos sensibles seguirá latente.
No se trata solo de quién investiga, sino de que pueda hacerlo con plena independencia, sin presiones ni subordinación jerárquica al poder ejecutivo. En este sentido, la conocida «Ley Bolaños» que se tramita de manera urgente en el Congreso avanza en dirección opuesta: refuerza el poder del fiscal general –nombrado directamente por el Gobierno– debilitando al Consejo Fiscal, a su papel como contrapeso interno. En lugar de reforzar la independencia del sistema, consolida la dependencia jerárquica del Ministerio Público, lo que resulta especialmente alarmante en este momento. A esto se suma un problema de coherencia política. El mismo Ejecutivo que se presenta como abanderado de la lucha contra la corrupción fue el que en diciembre de 2022 impulsó una reforma que redujo las penas por el delito de malversación, contraviniendo la Directiva 2017/1371 de la UE y las recomendaciones del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO).
Muchas de las medidas del nuevo plan, además, no son nuevas. Por ejemplo, la protección a los denunciantes de corrupción, el decomiso de bienes –previsto en el Código Penal– y las empresas condenadas por corrupción, que ya tienen prohibido contratar con la administración pública. La insistencia en presentar como innovadoras medidas que ya existen transmite la idea de que estamos ante una operación de comunicación más que ante una reforma de calado estructural.
Otro de los ejes más destacados es la creación de una Agencia Independiente de Integridad Pública, que agruparía funciones hoy repartidas entre varios organismos. Pero aquí cabe preguntarse si el problema es realmente de falta de estructuras. Ya contamos con la Fiscalía Anticorrupción, los juzgados especializados, la Oficina de Conflictos de Intereses, el Tribunal de Cuentas y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Más que duplicar instituciones, lo que falta es voluntad política para dejarlas actuar con autonomía, sin interferencias.
Sí hay una propuesta interesante: apunta a que la ciudadanía pueda conocer los sistemas automatizados de contratación pública. De prosperar, sería un paso hacia la transparencia algorítmica, pero el plan guarda silencio sobre un punto clave: el acceso al código fuente de esos algoritmos. Sin esa información, la fiscalización ciudadana puede quedarse en lo superficial, sin capacidad real de control.
Tampoco se especifica cómo se financiarán muchas medidas. En un contexto en el que no hay Presupuestos Generales del Estado aprobados, su eficacia dependerá de si se dotan o no de medios reales.
Así, dar carácter preferente a los procesos judiciales contra cargos públicos puede sonar bien, pero hoy los juzgados apenas pueden asumir la preferencia ya establecida para causas con presos o menores. Sin más personal y recursos, esa prioridad será difícil de aplicar.
Una reforma urgente que sí se echa en falta es la del artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que establece plazos rígidos para la instrucción de causas penales. Las tramas de corrupción son complejas, transnacionales y requieren tiempo para investigarse con garantías. Nada se dice en ese plan. Modificar este artículo es indispensable si queremos una justicia eficaz, especialmente en el ámbito de los delitos económicos.
Tampoco se establece un calendario de implantación ni fases de desarrollo normativo de estas propuestas, porque no podemos olvidar que muchas de las medidas requerirán de reformas legislativas de calado, como sería la necesaria modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
La ciudadanía no necesita más relatos de compromisos éticos, necesita una justicia que funcione con independencia, dotación de medios tanto materiales como humanos y garantías. De lo contrario, estaremos, una vez más, ante una operación de maquillaje político en lugar de una verdadera estrategia de lucha contra la corrupción.
En definitiva, el Plan Estatal de Lucha contra la Corrupción contiene medidas prometedoras, pero carece de los pilares fundamentales que hacen creíbles las reformas institucionales: independencia, coherencia, dotación de medios y voluntad política real.
*Sergio Oliva es magistrado y portavoz de la Asociacion Judicial Francisco de Vitoria