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Que se paren los relojes

No es la primera vez que el terrorismo golpea Barcelona. Desde Hipercor hasta hoy la ciudad jamás se ha rendido a la brutalidad de estos ataques. Yo estuve una semana atrás allí mismo, en las Ramblas, y en cierta manera me «premorí» allí

La Razón
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No es la primera vez que el terrorismo golpea Barcelona. Desde Hipercor hasta hoy la ciudad jamás se ha rendido a la brutalidad de estos ataques. Yo estuve una semana atrás allí mismo, en las Ramblas, y en cierta manera me «premorí» allí.

Señoras y señores, niños y niñas, muertos y resucitados, pasen y vean la orgía de la muerte. A la muerte. La muerte. Muerte. Para qué esperar la llegada del destino, muera usted antes de hora, aniquílese, expándase, ahórrese la agonía anciana. Pasee por su ciudad, sacrifíquese, estalle en mil pedazos. Muérase por una idea, muérase por un dios, muérase por un texto sagrado. Sea espontáneo y muérase una tarde de verano tórrida, con miles de testigos al lado. Cierre los ojos y dese al impacto, sea generoso en pos de una ideología, de un delirio, de un absurdo. A la muerte. La muerte. Muerte. Pasen y vean mi ciudad, Barcelona. Yo era niño, yo no era los que estaban en el Hipercor aquel día del atentado, yo era el niño que ese día no fue, estaba cerca, pero no fui. Yo vivía un poco más arriba de la explosión. Ayer no estuve en la plaza Cataluña regalándome, suicidándome para otros. Para qué vivir si uno puede dejar de hacerlo azarosamente, caminando por unos metros cuadrados en los que poder morir de repente. Yo era adolescente, la pobreza y la tristeza me subían por los pies, no conocía la palabra futuro, y estaba en un instituto, y salíamos a la calle por avisos de bombas que sabíamos que eran irreales. Malditos años ochenta, la Barcelona preolímpica, la Barcelona especulativa, la Barcelona de los barrios pobres que siguen siendo pobres hoy mientras la Barcelona escaparate, la Barcelona de diseño conquista el mundo entero. A la muerte. La muerte. Muerte. Yo era joven, daba clases en la universidad, pero aquel día no, aquel día otro atentado terrorista, mataban a un profesor y político los de siempre. Se canceló todo, la muerte lo cancela todo. Yo era adulto, y caminé por Niza, o Londres, o París, y estallé y exploté y me expandí porque aquellos muertos eran mi yo muerto, los muertos de ayer en Barcelona son mi yo moribundo, yo estuve una semana atrás allí mismo, y en cierta manera me «premorí» allí, sudaba y caminaba y el sol mataba con sus balas de oro, y respiraba y me movía, pero yo ya estaba muriendo en el sitio donde ayer se moría. Pasen y vean, atento público, vayan a la muerte, la muerte, muerte. Ayer mismo, sí, era temprano, un rato en el que no era aplastada gente en el centro de la ciudad, estaba escribiendo, me dedico a eso, y estaba acabando un libro, sobre cosas terribles, el gulag soviético, el nazismo, y su historia, y su literatura, y mencionaba a un autor que tituló un libro a partir de la percepción de que todos llevamos ángeles dentro, que nuestro instinto primario es la paz, y él decía que estamos viviendo en el mundo más pacífico de todos los tiempos, y lo demostraba con gráficos y estadísticas. Ayer por la mañana era, sí, bebía mi café en la ciudad en la que nací y vivo, en la que me dedico a meterme en mis entrañas y llorar escribiendo, a sorprenderme porque no morí aquella vez en el Hipercor, o en el instituto, o debajo de una furgoneta un día tórrido de verano. Puse punto final a mi libro, a mi conciencia. No podemos estar más seguros, el mar y la Sagrada Familia por la que paso cada día para llevar a mis hijas a la escuela desde el Ensanche, las Ramblas borrachas de historias infinitas, el Paseo de Gracia que una vez tuvo librerías, todo nos protegerá. Estamos a salvo. Pero llega la tarde con su color de luto estampado en la luz asfixiante, llegarán nombres y apellidos que quiero y no quiero saber, edades clausuradas demasiado pronto. Que se han ido a la muerte. La muerte. Muerte. Y entonces esos ángeles que llevamos dentro son los demonios de la angustia y la rabia, entonces somos ángeles vengadores, porque esos caminantes que pasaron y vieron podrían ser nuestros seres amados. Y en cierto modo lo son. Y entonces Barcelona se convierte en un destino maldito que se baña de infamia, de miedo, mientras el sol se apaga, todo se cancela, la noche oscurece la sangre de las calles, y sólo podemos, desgarrados, atrincherarnos en la orgía de estar, seguir vivos.