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Opinión

La toga en el banquillo: el ocaso de la Fiscalía y la hora de la regeneración

García Ortiz aún podría intentar un gesto de dignidad: dimitir. Romper el cordón umbilical con Sánchez, asumir su responsabilidad y permitir la reconstrucción

MADRID.-Primer día del juicio al fiscal: Los 'post-it' de García Ortiz, su nueva abogada y el choque entre subordinadas EUROPAPRESS

La imagen de un Fiscal General del Estado sentado en el banquillo ante la sala segunda del Tribunal Supremo es mucho más que un hecho insólito: es el símbolo de la degradación institucional a la que lo ha conducido el sanchismo. La toga, que debía representar imparcialidad y justicia, arrastrada ahora entre los acusados, retrata el final de una etapa en la que el Fiscal General dejó de servir al Estado para convertirse en un instrumento al servicio del poder.

Álvaro García Ortiz no ha llegado a esa situación por casualidad. Fue nombrado por Pedro Sánchez precisamente para garantizar que la Fiscalía actuara como una prolongación del Gobierno, no como un poder autónomo del Estado. Desde el primer día, su misión fue clara: consolidar el control político de la justicia y blindar al presidente y a su entorno frente a cualquier riesgo judicial. Hoy, sentado ante el Supremo, se sienta también el proyecto de colonización institucional más profundo de nuestra democracia reciente.

El juicio en curso no trata de una mera irregularidad administrativa. El Fiscal General será juzgado por la presunta vulneración de los derechos fundamentales de un ciudadano, cometida en el ejercicio de sus funciones, con el agravante de que esa actuación se habría producido con un propósito político: cumplir el objetivo de Sánchez de perseguir y desacreditar a un adversario político. En otras palabras, se juzga un abuso de poder cometido desde la más alta responsabilidad del Ministerio Fiscal. En un giro tan trágico como revelador, quien debía perseguir el delito se sienta ahora en el banquillo por presuntamente haberlo cometido.

Y sin embargo, García Ortiz no se ha marchado. No lo ha hecho porque Sánchez no se lo ha permitido. Su permanencia no obedece al sentido del deber, sino a la necesidad del presidente de mantener bajo su control la única institución que aún puede influir en los procesos judiciales que afectan a su entorno, su Gobierno y su partido. El Fiscal General se ha convertido en una pieza más de ese engranaje de poder que confunde justicia con supervivencia política.

La consecuencia es devastadora: el Ministerio Fiscal, que la Constitución concibió como garante del interés general, se ha transformado en la Fiscalía General del Gobierno. Lo que debía ser un dique contra la arbitrariedad se ha vuelto un instrumento de ella. Y con ello, la confianza ciudadana en la justicia se erosiona cada día un poco más.

Frente a esta degradación, urge una auténtica regeneración institucional, no como consigna, sino como compromiso real con la independencia del Estado de Derecho. En este sentido, las reformas planteadas por Alberto Núñez Feijóo señalan el camino: devolver a la Fiscalía su autonomía, garantizar su neutralidad y establecer causas automáticas de cese, como la imputación judicial del Fiscal General, para impedir que quien se ve envuelto en un proceso penal siga ejerciendo autoridad sobre los fiscales que deben velar desde la imparcialidad por la legalidad.

Feijóo ha defendido desde su nombramiento un modelo en el que el Ministerio Fiscal no dependa del Gobierno de turno, sino del Estado y de la Constitución. Esa es la verdadera regeneración: despolitizar la justicia, blindar sus instituciones y devolver a los ciudadanos la certeza de que ningún poder podrá manipular la ley en beneficio propio. Porque lo que hoy se juzga en el Supremo no es solo a un hombre, sino a un sistema de poder.

García Ortiz representa la claudicación moral de una institución que se dejó someter. Y Sánchez, al mantenerlo en el cargo, confirma su voluntad de seguir confundiendo la legalidad con la conveniencia. El presidente necesita que su Fiscal siga ahí, obediente, para protegerle de los casos que cercan a su Gobierno, a su partido y a su entorno familiar.

El daño, sin embargo, ya está hecho. La Fiscalía ha perdido su credibilidad ante los jueces, ante la ciudadanía y ante Europa. La justicia española se ve hoy comprometida por la sospecha de manipulación política, y la democracia se resiente cuando las instituciones dejan de ser de todos para convertirse en instrumentos de unos pocos.

Álvaro García Ortiz aún podría intentar un gesto de dignidad: dimitir. Romper el cordón umbilical que lo ata a Sánchez, asumir su responsabilidad y permitir que la Fiscalía empiece a reconstruirse. No lo hará, probablemente, porque la lógica del poder no se lo permite. Pero cada día que pasa sin hacerlo agranda la mancha sobre la institución a la que prometió servir y sobre sí mismo.

La regeneración institucional que España necesita empieza por ahí: por devolver el respeto, la ética y la independencia a las instituciones. Y empieza, también, por entender que la justicia no puede seguir siendo un campo de batalla política. El banquillo del Supremo no solo juzga a un fiscal: es el espejo donde se refleja la corrupción estructural del sanchismo.

Y cuando un país ve a su Fiscal General responder ante los jueces por perseguir a un adversario político, no basta con indignarse: hace falta reformar, regenerar y, sobre todo, recordar que la ley está siempre por encima del poder.

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