
Notas desde la Sala
El dictado del fiscal
García Ortiz intervino en la redacción de un comunicado. Esto no es únicamente un exceso, es una forma de entender el poder

Ayer, en el Supremo, la jefa de prensa de la Fiscalía afirmó que el fiscal general le dictó la nota de prensa sobre la situación de González Amador, un nombre propio, no un caso genérico. Un verbo –dictar– que basta para resumir el día. En ese acto se condensa el modo de operar de un fiscal general que confunde la jerarquía con la potestad de modelar el relato por intereses que, aunque no probados, resultan evidentes.
El fiscal general intervino en la redacción de un comunicado. Esto no es únicamente un exceso, es una forma de entender el poder: cerrado, ensimismado. Olvidado de la institución, atento solo a administrar la versión, no a sostener la confianza; que en el caso de la Fiscalía General, es sostener la pulcritud –supuesta en estos años, por lo que se ve– del Estado.
La jerarquía en la Fiscalía no es un defecto; es su naturaleza. Garantiza coherencia, disciplina y unidad de criterio. Pero se pervierte cuando deja de servir al procedimiento y empieza a servir a la imagen. Lo que ayer quedó en evidencia es el uso interesado de ese orden interno. El abuso alcanza su forma más obscena cuando el poder se inclina sobre un ciudadano concreto, lo señala, lo nombra y escribe su nombre en un comunicado oficial.
El fiscal general no actuó como garante del equilibrio, sino como estratega de algo –un interés político, se sospecha– ajeno por completo a sus funciones. Y esa confusión de planos –la autoridad jurídica convertida en portavoz de no sé sabe qué– erosiona la credibilidad del sistema, sin que una sentencia favorable pueda, ante la opinión pública, remontarla.
Porque el dictado de una nota no es un detalle administrativo. Es un gesto que revela una pulsión: la necesidad de intervenir, de participar en la liza política (y en toda liza hay bandos), de domesticar la palabra antes de que hable por su cuenta. Esa ansiedad por controlar el mensaje retrata un poder que ya no se ampara en su autoridad moral, sino en su capacidad para producir titulares favorables.
Usar el rango para orientar la opinión de un caso pendiente –sobre un particular, no se olvide nunca eso– convierte la estructura institucional en instrumento. Ese desplazamiento es el verdadero núcleo del escándalo. No hay mayor muestra de bajeza que un poder escribiendo sobre sí mismo. Y ese gesto basta para entender la decadencia de una época.
La sesión de ayer marca, políticamente, un punto de inflexión. No por el trámite judicial –que seguirá su curso–, sino por lo que revela sobre la cultura de la responsabilidad pública. En la palabra dictada late una idea de dominio que no necesita imponerse por la fuerza: le basta con el tono. Y ese tono, pronunciado desde el vértice de la Fiscalía, es pérdida de equilibrio y olvido del pudor que sostiene la autoridad.
Cuando la Fiscalía empieza a dictar su propia versión de los hechos, pudre su naturaleza y se convierte en narrador. Ayer, quedó claro que esa frontera se cruzó con la naturalidad de quien ya no la percibe. Esa naturalidad es lo que debería preocuparnos. En la jornada de hoy, veremos…
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