Política
Yo desayuno subvencionado. ¿Y usted?
Los nuevos diputados descubren los precios «muy asequibles» que hay en la cafetería del Congreso, sostenida con dinero público desde principios del siglo XX.
Los nuevos diputados descubren los precios «muy asequibles» que hay en la cafetería del Congreso, sostenida con dinero público desde principios del siglo XX.
En el bar Ábaco están mano sobre mano. Si sus señorías no forman pronto Gobierno, el negocio se les va a pique. «Estamos perdiendo entre un 40 y un 50%», nos confiesa un camarero de este local de la calle Zorilla, a un tiro de piedra del Congreso. «Nos afecta mucho que no haya actividad parlamentaria. Los días de Pleno, por ejemplo, duplicamos los desayunos». Un día pasó por allí Pablo Iglesias y eso fue el «non plus ultra»: «Traía consigo a otros veinte más entre políticos y periodistas». Fue el canto del cisne.
Pablo, como muchos otros exponentes de la «nueva política», ha descubierto la cafetería del Congreso. En Ábaco pueden esperar sentados. El lunes publicó un tuit al respecto, ufano tras el hallazgo: «Mi primer desayuno en la cafetería del Congreso. Barrita con tomate, café con leche y refresco 2,45 €. Más barato que en la facultad». Y, por supuesto, ni punto de comparación con Ábaco y los bares del perímetro, donde el mismo almuerzo cuesta el doble. Iglesias ha metido el dedo en la llaga de un asunto (la subvención de un millón de euros al año para la cafetería de sus señorías) que nadie osaba tocar desde el «gintonicgate» de 2013. Gracias a aquel curioso «affaire» descubrimos que el verdadero lujo de la política (el gran milagro) no es poder pagarse la botella más cara del reservado más exclusivo sino literalmente comprar lo imposible en este país: un gintonic a 3,50. Ante la indignación popular, la Cámara adoptó una medida lampedusiana: subir el precio del combinado y dejar todo tal y como estaba.
Quienes se llenaron la boca criticando las prebendas de los diputados, hoy son clientes fijos de este espacio de la tercera planta del edificio de ampliación. Los camareros ya les van poniendo cara: «Hay muchos rostros nuevos y, como es lógico, el trato es más frío al principio, pero luego se va teniendo más confianza». Una de las incorporaciones es Tania Sánchez (Podemos): «Llevo una semana conociendo la cafetería. Intento desayunar en casa, pero no siempre me da tiempo». Y eso a pesar de que ve «innecesario» los precios subvencionados. «Muchos centros de trabajo con funcionarios tienen esta política de nómina en especie, pero se entiende que los diputados pueden pagar más. Incluso para Podemos, que ha renunciado a complementos salariales, es barato». Alicia Sánchez Camacho (PP) reconoce que «el precio es muy asequible y se pueden buscar fórmulas para cambiarlo».
Comentan los camareros que sus señorías son gente llana que desayuna lo que el común de los mortales (café con bollo o barrita es la estrella), pero en el arco parlamentario existen distintas sensibilidades al respecto: mientras que Alicia Sánchez Camacho, a quien le va el pincho de tortilla mañanero, opina que «la vieja y la nueva política desayunan lo mismo», Tania Sánchez defiende que «el desayuno entraña el mayor reflejo de las manías de cada persona; nada que ver con los partidos».
Pero más allá del precio irrisorio de la cafetería, si algo ha indignado a los tuiteros, gente susceptible, es la extraña mezcla de café y refresco del líder de Podemos. No obstante, el Congreso ha visto desayunos (y cenas) más bizarros. Los guardias civiles que allanaron la Cámara junto con Tejero en el 23-F le hicieron un roto al bar: se pimplaron 19 botellas de whysky, 24 de tinto, 16 de cerveza, 6 de cava y 4 de Moët Chandon. Total: 250.000 pesetas. El golpe, ya saben, fracasó. El Congreso reclamó el montante a la Guardia Civil y, en un acto de señorío, «donó el dinero al colegio de huérfanos de la Benemérita», recuerda María Rey, cronista de Antena 3 y ex presidenta de la Asociación de Periodistas Parlamentarios.
Asegura Rey que nunca como en la actualidad los primeros espadas de los grupos políticos se han dejado ver tanto en la cafetería. «Recuerdo un día que fue Felipe González con Carmen Romero y fue todo un acontecimiento. Por ahí no solías ver a Aznar o Rubalcaba. Quien sí pasaba mucho tiempo era Zapatero antes de ser presidente. Comía en una mesa redonda con muchos de los que luego serían sus colaboradores más cecanos». Con ellos jugaba al mus. Y con la prensa brindó (café para todos, como Suárez) tras su designación. Jesús María Zuloaga, veterano de LA RAZÓN, recuerda cuando Arzallus irrumpió en el café para celebrar con cava el Estatuto de Guernica.
Aquello fue en el 79 y la cafetería aún estaba en el edificio antiguo, según se entra por la Puerta de los Leones. Lo instituyó antes de la I Guerra Mundial el conde de Romanones, de donde le vino el apodo jocoso de «El merendero del cojo». De entonces datan los precios subvencionados y la buena costumbre periodística de cachondearse de las prebendas de sus señorías: «Los pobres hombres que allí se sacrificaban por la Patria habían constituido una muy tranquila República de la Broma, donde unos jugaban al “mus”; otros “bordaban” un tabaquillo con su “socia” de turno, y quién apuraba un vaso de vino, que estaba apuradísimo, el vaso, no el diputado» (Leído en “La Risa”, agosto de 1923).
El bar «oficial» es «un sitio estupendo para hacer relaciones y dejarse ver», señala María Rey. Pero es sólo eso, el bar «oficial», al que tienen acceso también los periodistas y los empleados del Congreso. En cambio, el edificio de la Carrera de San Jerónimo cuenta con otro bar «secreto», ubicado tras el hemiciclo. Ahí, lejos de la curiosidad pública, se desatrancan las negociaciones: «Es un espacio más valioso porque no entran los periodistas. Allí se cocinan los acuerdos que no vemos. Es el lado oscuro de la política». Por ejemplo, el Estatuto de Cataluña (el viejo texto de la República). Lo cuenta Agustín de Foxá en «Madrid, de corte a checa»: «Se enajenaba un trozo de España, con sus montañas, sus mares y sus fábricas, en aquella gran tertulia nacional, en aquel ingenioso café de sobremesa». Pues eso, alta política.
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