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Motines, caníbales y naufragios de las crónicas españolas

Un apasionante libro recoge narraciones de la marinería española: «los siete mares» habla de naufragios, piratas, motines, contrabandistas, fantasía y locura durante dos siglos de epopeya

Grabado de Theodor De Bry titulado «Barbacoa caribe, para chuparse los dedos» (Frankfurt, 1592)
Grabado de Theodor De Bry titulado «Barbacoa caribe, para chuparse los dedos» (Frankfurt, 1592) larazon Grabado de Th. De Bry

Desde el Descubrimiento de América hasta el siglo XVIII la marinería se escribe en español. En ese tiempo, de los puertos de la Península partieron miles de empresas con destino a los cinco continentes de los que muy poco se conocía y muchos de esos almirantes, marineros, emigrantes, fugitivos y comerciantes dejaron testimonio escrito de algunas fascinantes aventuras que se recogen en un excepcional libro recién publicado. «Los siete mares» (Miraguano Ediciones), de Gerardo González de Vega cuenta, ante todo, historias de la marina española, pero no las gestas y las mayores noblezas, o al menos, no solo. Porque en este libro se narra cuando quedaban cuatro hombres a la deriva y comían tortugas y en sus conchas huecas recogían el agua de lluvia. Cuando quedaban los mismos y se comían unos a otros. Cuando era apenas uno y él servía de menú de una tribu caribeña. También relatos hermosos, como la vez que un marino, nostálgico de la vida en el campo que dejaba atrás, llevaba un grillo de mascota, éste enmudecía tres meses en la mar y se arrancaba a cantar una noche que el galeón se acercaba peligrosamente a un arrecife, pues el insecto sentía por fin la tierra cerca. Según se cuenta, su canto en cubierta salvó la vida a 400 hombres y 30 caballos.

Historias alucinantes, tanto como el avistamiento de sirenas y otros seres fantásticos. Relatos crueles de motines, sangre, locura y superstición en los que aparece el diablo y los hombres se arrancan la carne del brazo a dentelladas. Hay también alguna de amor entre pasajeros de distintos barcos que en la travesía consiguen volver a reunirse usando unos cabos sin detener la marcha. Historias anchas y estremecedoras como los siete mares que surcaron los españoles buscando el horizonte. Como el antólogo recuerda en el prólogo, esta es también la prueba de un pasado común desdeñado, ese en el que se embarcan juntos un marinero vizcaíno, un vecino de Triana, junto a bejaranos y salmantinos, y también «maeses» que se dicen Joan y navegantes españoles mulatos nacidos en Ayamonte de madre negra y esclava. Son historias rescatadas del fondo del mar del olvido, como escribe González de Vega «con el convencimiento de que constituyen un verdadero e inexplorado romancero de casos de todas las índoles sucedidos a hombres en su tránsito por los mares de la vida y de la muerte, y de los sucesos que en una y otra les acontecieron». Este libro contiene insurrecciones propias de sargentos enajenados, cual Coronel Kurtz «avant la lettre», que declaran la guerra al todopoderoso rey emperador. Piratas que no se cansan de ejecutar a sus hombres. Contrabandistas, pillos, patosos y cobardes. De todo hay en estas historias. Marinos torpes que hunden cuatro barcos en una mala maniobra. Pícaros que cuelan plata entre los hierros, indígenas caníbales que cortan tiras de carne de miembros arrancados y la comen cruda.

Un pirata encomendado al diablo

González de Vega recoge en su investigación estos grandes naufragios de la Historia de España, pues en un hundimiento también puede haber mucha grandeza. Hagan una cosa, si pueden: tecleen en Google «Banco Serrana». Vean dónde se encuentra el atolón donde el marino español Pedro Serrano naufragó y sobrevivió siete años. Miren las escasas fotos que hay en internet de ese pedazo de tierra y lean los desconsuelos que recogió de él el Inca Garcilaso de la Vega (antes que Daniel Defoe lo tomara de inspiración para escribir su «Robinson Crusoe») y que están en esta antología. Las desventuras en las aguas del nuevo mundo fueron muchas. El primer pirata del Caribe fue un andaluz tuerto de un ojo, Hernando de Bachicao, que ya saqueaba en los tempranos años de 1540. Y sobre la fortuna que le acompañó durante todas sus correrías navales decía que «se había encomendado al diablo y era este quien le guiaba». Y la primera novela de piratas... correcto, la escribió Carlos de Sigüenza y Góngora, pariente lejano del poeta y político del Virreinato mexicano y militar testigo de primera línea de cómo el dominio español hacía aguas por las que se colaban bucaneros y corsarios.

No faltan en el libro las grandes leyendas, el Manantial de la Eterna Juventud, El Dorado, o la historia del piloto anónimo, ese que era íntimo amigo de Colón y llegó a América antes que él, arrastrado por un temporal. Se dice que el futuro almirante le acogió en su casa para que se curase y él le relató la aventura que le convertirá en héroe. Si estas semblanzas nos están quedando con demasiada testiculina, contaremos que también había mujeres poderosas. Isabel Barreto lo fue, y muy cruel, gobernanta de barco y despiadada. Lavaba su ropa interior con agua dulce mientras la marinería lloraba de sed. A quien protestaba, lo mandaban colgar por las manos un rato de las vergas, hasta que se descoyuntasen los brazos mientras navegaban por los mares de Filipinas. Y, por supuesto, en la antología de la marina española hay estrategia militar, campañas que van de las más heroicas a las más estúpidas. Movimientos insensatos que resultan milagrosos, superioridades imposibles de desaprovechar que concluyen en fracasos terribles.

Moriscos al abordaje en castellano

¿Y qué se cuenta del Mare Nostrum, el que es de nosotros todos los meridionales? Se habla de los piratas moros, muchos de ellos expulsados de la propia Península Ibérica, que enarbolaban enseñas verdes con dos alfanjes cruzados y saqueaban en castellano a la flota española. Muchos procedían de Hornachos, en Extremadura, y de Andalucía y juntos establecen una pequeña villa en la costa Atlántica marroquí que terminará por llamarse Rabat mucho tiempo después. Desde allí, moriscos extremeños y andaluces saquearán, en números redondos, unos mil navíos cristianos en dos décadas, dulce venganza. Sin embargo, el desacuerdo entre ambas comunidades moriscas por el reparto del botín y del poder político en su nueva república de las Dos Orillas (las que quedan a cada orilla del río Bu Regreg y donde se asienta Rabat) facilitaron la conquista del próspero puerto por las tribus marroquís y el fin de su comunidad, llamada el Reino de Salé.

Está la vida del Galeote Mellado, con un histoial de robos y crimen que merece una serie de Netflix. Veremos o creeremos ver la isla de San Borondón, la octava de las Canarias, que aparece y desaparece. Eran tiempos abyectos, seguramente, pero hay que reconocer que los marinos españoles sabían que vivían un tiempo sin frontera entre fantasía y realidad, que su testimonio resultaba tan valioso como difícil de creer y por eso lo escribieron, narraron, o buscaron en suma dejar palabras ajenas si no podían con las propias, que hicieran justicia a lo que sufrieron y a sus asombros; tanto si fueron apresados por galeras turcas o abandonados a su suerte en una selva, algunos aparecen en el libro hablando en una impresionante primera persona.

«Barbacoa caribe, para chuparse los dedos»

El rico hacendado Cristóbal de Guzmán de Puerto Rico fue asaltado una noche por indios que asaltaron su residencia despedazaron a todo el que encontraron. Desmembraron cuerpos que comían crudos y en algún caso hervido. Los asaltantes bebían la sangre y finalmente asaban la carne de los muertos en presencia de los supervivientes. A De Guzmán lo mantuvieron con vida «no por compasión ni afición que le tuviesen» sino para poder después «comer seguros de sus carnes», ya que le habían herido con flechas envenenadas. Sin embargo, no lograron curarle y decidieron someterle a las mismas torturas que a sus compañeros. Le ataron en cruz a un árbol y le clavaron flechas donde más rabia le dio a sus captores. En la imagen, un grabado de Theodor De Bry titulado «Barbacoa caribe, para chuparse los dedos» (Frankfurt, 1592)