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El futuro de Túnez

La Razón
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La revuelta de Túnez, decía ayer LA RAZÓN, empieza a contagiar a muchos países árabes, donde se están sucediendo actos de protestas y los dictadores correspondientes se esfuerzan por mantener lo ocurrido en Túnez lo más lejos posible del conocimiento de sus respectivas opiniones públicas. No lo conseguirán. Como se demostró en el caso de Irán, ya no tienen medios para detener una noticia o un debate lanzado en internet. Las imágenes de los suicidios a lo bonzo han traspasado las fronteras y los resultados sobre las cifras de víctimas provocarán aún más indignación. Si ha ocurrido en Túnez, ¿por qué no puede ocurrir otro tanto en Libia o en Egipto? Los dictadores sí que pueden, en cambio, sofocar cualquier posible revuelta sin miramientos. Hay demasiado en juego para ellos, y la revuelta tunecina ha planteado la renovación en términos nuevos.
Aunque los disturbios surgieron a partir de la subida de los precios de los alimentos y probablemente del desempleo, consecuencias de la mutación económica a la que estamos asistiendo, los tunecinos no se levantaron contra la dictadura de Ben Ali por una cuestión únicamente económica. Detrás hay un descontento político y, llamémoslo así, cultural. Los tunecinos, como todas las naciones norteafricanas, conocen muy bien la forma de vida occidental, la libertad de costumbres, la libertad de expresión, la democracia. También participan de esa vida gracias al turismo, y a los amigos y los parientes que viven en Europa. No ven, y con razón, ningún motivo por el cual les esté vetado acceder a un grado similar de civilización. La revuelta se ha movido en términos políticos propios de la tradición democrática y liberal, sin caudillos, y manejando conceptos como la responsabilidad, la opinión pública, la participación y la crítica.
Además, y como muy bien se ha apuntado –en particular el GEES–, en la revuelta tunecina no han aparecido los fundamentalistas islámicos. Ni los estudiantes ni las clases medias se han manifestado enarbolando banderas y consignas islamistas. Ha sido un movimiento laico, planteado en términos económicos y políticos, sin más. Los problemas vendrán ahora, atizados además por la crisis. No es probable que los islamistas dejen que un experimento como el tunecino fructifique sin más y seguramente vamos a ver los abundantes recursos fundamentalistas puestos a disposición de quienes querrán desestabilizar la nueva situación.
Nos hemos acostumbrado a pensar en los países de tradición musulmana como si estuvieran condenados a padecer regímenes islamistas fanáticos o dictaduras corrompidas. Es una elección absurda, aunque muy cómoda, y dice mucho de esta situación el que el partido de Ben Ali perteneciera a la Internacional Socialista hasta hace unos días. Todavía lo sigue siendo el de Hosni Mubarak, el dictador egipcio. Las democracias europeas deberían volcar toda su influencia y todos sus recursos en ayudar a los tunecinos a sacar adelante un régimen mínimamente respetuoso con la libertad y la dignidad de la gente. Una gran empresa interpartidista, consensuada, europea y nacional, digna de gente ambiciosa y con ganas de hacer algo importante.