Pekín
Estado de malestar por MARTÍN PRIETO
Un sacerdote y antropólogo amigo personal marchaba para un trimestre a una universidad estadounidense y le bromeó en Barajas al Guardia Civil de cacheos: «Cuídenme España, eh». El agente, cazurro, le contestó: «Llevamos siglos intentando destruirla, y aún no lo hemos conseguido».
Me viene la anécdota de la mano de la rotunda afirmación de Mariano Rajoy en la convención sevillana del Partido Popular: «España no es un caso perdido». Lo veremos si Zapatero o Rubalcaba o el Archipámpano de las Indias Occidentales, que tanto da, se alzan en 2012 aunque sólo sea con una minoría mayoritaria y continúan gobernando una legislatura más, dibujándoles a los nacionalistas su acreditada geometría variable.
Me comenta el juez Ventura Pérez Mariño, de la Audiencia Nacional, diputado por el PSOE, ajusticiador de Mario Conde, alcalde de La Coruña, el odio de tantos españoles a Rodríguez Zapatero. No constato tal inquina. Yo no le aborrezco, tal como no me inquieta la socialdemocracia. Sin embargo, muchos estamos en nuestro amistoso derecho de hacerle correcciones fraternas: su talante soberbio que le hace humillar a ministros en el Consejo, su falta de preparación general que oculta bajo eslóganes de mercadotecnia, su atrabiliaria creencia de que la socialdemocracia no debe administrar correcta y solidariamente el capitalismo sino transformar a la sociedad mediante imposiciones que empiezan en la escuela y acaban en el lecho conyugal, su obsesión por desregularizar el sexo y la familia tradicional, su extraño gusto por las Autonomías amplificadas, su polarización entre Eros y Tanatos, su guerracivilismo maniqueo, su aparente insensibilidad hacia los españoles sufrientes o su desprecio por los asuntos económicos, sumado a un gusto por la política exterior haraposa.
Quien se lo haga obtendrá un esplendoroso perfil psicológico. Su cortoplacismo no es sólo una táctica de trabajo sino indigencia visual para atisbar el futuro. La burbuja inmobiliaria ocupaba las primeras de los diarios ya en la segunda legislatura de José María Aznar, y le estalló en la cara sin verla venir. Durante dos años no solo negó la crisis financiera internacional sino que se arrellanó en la solidez de la economía española. Ahora, conminado hasta por Pekín y con Angela Merkel (la fracasada) de señorita Rottenmeyer, reforma con cuentagotas y a plazos porque no quiere presidir un relativo Estado de Malestar, que será inevitable en la próxima década, endeudando a los hijos de los que acaban de nacer. No es cierto que sea necesario que todo cambie para que todo continúe igual, como pronosticaba el cinismo del Príncipe de Lampedusa; hace falta que el PSOE pase a la oposición para renovar cuadros y repasar qué es eso del Nuevo Socialismo que nos han propinado. Por su propio interés. Lo que no es posible es que a Iker Casillas le metan 12 goles y pida prórroga.
SENADO POLÍGLOTA
En 1982 Felipe González decía que el cambio consistía en que España funcionara, y devolver a los españoles el orgullo de serlo. Pasados los años estamos en las mismas. Para inscribirse en el censo electoral debería sentarse plaza de escéptico, pero aquello lo puede intentar Mariano Rajoy. Ni siquiera tiene las dos objetivas derrotas electorales que le achacan. En la primera la Junta Electoral central debió aplazar los comicios ante un cerro de cadáveres, Rubalcaba violando la jornada de reflexión y socialistas en cuadrilla sitiando las sedes del PP.
Y en los debates de las últimas legislativas Zapatero y Pedro Solbes retorcieron los datos económicos, mintiendo, embelecando y trapaleando «ad nauseam». Pronosticar los malos tiempos, como hicieron Rajoy y Manuel Pizarro, es agorero; prometer una falsa Arcadia feliz convence a la abundante clientela del todo a cien. Mi lema es aquel de cuando mi médica, jurando no dañarme, me jeringa como a una res: «Eres más hipócrita y farisea que ZP». Rajoy «we come». Pero esta vez, sin niña, por favor.
Nota Bene.- Ortega en «La rebelión de las masas»: «Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad, y lo impone dondequiera»
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