Historia

Londres

Los vampiros nos rodean por César Vidal

El teatro, la literatura, el cine y las series se están volcando con historias de seres «no-muertos» que chupan la sangre. Pero la ficción de Drácula se basa en la realidad

Los vampiros nos rodean por César Vidal
Los vampiros nos rodean por César Vidallarazon

En la página 82 del undécimo fascículo de un boletín semanal de 1732, publicado en Nuremberg y dedicado al progreso del arte médico y de las ciencias naturales, se abordaba el problema científico que planteaban aquellos muertos que abandonaban sus tumbas sin causar daño en ellas y que luego eran encontrados rezumando sangre. La citada publicación científica mencionaba casos en Barachino, Madvega y Possega. Señalaba igualmente que el único remedio para enfrentarse con aquella plaga era decapitar a los «no-muertos».

El texto alemán no fue, desde luego, excepcional. Apenas unos años después, el protomédico de la emperatriz María Teresa de Austria señalaba la existencia de seres que regresaban de la muerte y a los que luego se había encontrado en sus tumbas con aspecto de no haber fallecido. Se trataba de antiguos brujos que, según distintos testimonios, acosaban a los vivos intentando estrangularlos. El protomédico citaba otros casos, como uno acontecido en 1751 en Londres u otro sucedido tres años después en relación con una tal Rosita Iolackin.
El facultativo no dudaba de la realidad de los vampiros, pero expresaba su temor ante una oleada de desenterramientos de curanderos que estaba teniendo lugar en el territorio del imperio.

Los médicos no eran los primeros en ocuparse del tema. A inicios del siglo XVIII, el abate Calmet ya había ido recogiendo un historial dilatado de casos de vampirismo. Algunos los había conocido de primera mano, quejándose apenado de que, a pesar de las peticiones de ciertos párrocos, el Vaticano se hubiera negado a pronunciarse sobre el tema. Como puede imaginarse, la idea de seres que no morían, a pesar de presentar esa apariencia, y que regresaban de ultratumba durante las horas de la noche para cebarse con los vivos no tardó en saltar a la literatura.Desde «El vampiro de Polidori» –fruto de una apuesta– y la «Berenice» de Edgar Allan Poe pasando por «El Viy» de Gogol, los «no-muertos» habían llegado a la página impresa para no marcharse.

El canonismo de Stoker

Sin embargo, no constituían una novedad. A decir verdad, aparecían ya en «Las mil y una noches», en el relato del sexto capitán de Policía a Baibars, titulado «Honor de vampiro». De manera bien significativa, ni la descripción de los vampiros, ni la de su actividad ni mucho menos la de los remedios contra ellos coincidían. Sería el «Drácula» del irlandés Bram Stoker (1897) el que proporcionaría un marco al vampirismo que casi podría definirse como canónico. Stoker convertiría en rey de los vampiros a un personaje histórico, Vlad Tepes Draculea, y además nos enseñaría que los vampiros se alimentan de sangre, desarrollan su actividad desde el crepúsculo hasta el alba, rehúyen la cercanía de objetos sagrados y, sobre todo, pueden ser destruidos mediante el sencillo expediente de clavarles una estaca en el corazón.

Por añadidura –y es un aspecto poco estudiado–, los vampiros eran rigurosamente heterosexuales en sus apetencias. Drácula, por ejemplo, no dañaría a Jonathan Harker a pesar de tenerlo a su merced. Harker sólo podía ser presa de las «mujeres de Drácula». Semejante visión sólo se vio interrumpida con el poema «Christabel» de Samuel Taylor Coleridge, donde la protagonista practica lo que algunos han considerado un vampirismo lésbico.

 ¿Lésbico? Quizá, o simplemente es que las mujeres son más fáciles de seducir por los vampiros y que las «no-muertas» están dispuestas a dar mordiscos sin distinción de sexo. Porque lo cierto es que no hubo vampiros abiertamente homosexuales hasta el movimiento gay de los años sesenta. Así, en 1973 la película «Tenderness of Wolves» narró la historia de Fritz Haarmann, un asesino en serie homosexual que bebía la sangre de sus víctimas.
Teniendo en cuenta la adaptación de los vampiros a las efímeras modas del momento, nadie puede saber qué nos deparará el mundo de los «no-muertos» el día de mañana.
El Drácula real se llamaba Vlad Draculea, nació en 1431 en Schlässburg y era el segundo vástago de Vlad Dracul, gobernador de Valaquia. En 1448, al ser asesinado su padre por agentes húngaros, Vlad tuvo que huir. Sin embargo, en 1452, Draculea regresó a Valaquia y, aprovechando la derrota turca ante Belgrado, se aseguró el dominio de la región. En 1457, Draculea invadió Transilvania – la tierra ligada a él en los relatos de vampiros – empleando una política de terror sistemático que le otorgó el sobrenombre de «Tepes», es decir, «empalador». Los métodos represivos de Draculea también pretendían preservar la seguridad pública y las buenas costumbres.

Así, un comerciante florentino denunció ante Draculea el robo de ciento sesenta ducados. Tepes le aseguró que el dinero aparecería y, efectivamente, al día siguiente se lo entregó al mercader. Al contarlo, el florentino descubrió que en la bolsa había un ducado de más e, inmediatamente, procedió a devolverlo a Draculea, que le dijo: «Ve en paz, comerciante, y quédate con ese ducado. Si no me lo hubieras devuelto, habría ordenado que te empalaran por ladrón».

Muerte a las adúlteras

Igualmente, Draculea condenaba a muerte a las adúlteras, a las viudas consideradas impúdicas y a las solteras que no conservaban la virginidad. Tan sólo en 1462, Tepes ejecutó a más de veinticinco mil personas. Ese mismo año, fue secuestrado por agentes húngaros y encarcelado.

Pero en 1475, los turcos constituían nuevamente una amenaza angustiosa y el rey de Hungría lo puso en libertad para que se enfrentara con ellos. Los turcos enviaron entre 1476 a un comando al mando de Basarab Laiota cuya misión era asesinar a Draculea. Finalmente, lo consiguieron. Su cadáver fue depositado en Snagov, un convento cercano a Bucarest. Con él también quedaron sepultadas las esperanzas de vencer a los turcos.

 

DRÁCULA, ENTRE NOSOTROS
La semana pasada se estrenó en el Teatro Marquina de Madrid una extraordinaria adaptación del «Drácula» de Bram Stoker. Ramón Langa encarna magistralmente al conde «no-muerto» y ha logrado traducir a la perfección el siniestro y mágico carácter de maligna y poderosa seducción que caracterizaba al personaje de Stoker. Otro tanto sucede con Emilio Gutiérrez Caba, que da vida al Van Helsing real, no el de Hollywood, sino el erudito, cargado de amor paternal, que reconoce la sobrecogedora realidad y que, atormentado, decide enfrentarse a ella a cualquier precio. Especialmente notable resulta Amparo Climent, que ha sabido crear un extraordinario personaje casi de la nada. Igualmente, hay que destacar el trabajo de María Ruiz «Mina», que muestra la impotencia humana ante el mal, y de Martiño Rivas, César Sánchez y Mario Zorrilla. La representación –que se desarrolla sobre los carriles de una cuidada dirección de Eduardo Bazo y Jorge de Juan, de magníficas interpretaciones, de recursos escenográficos sorprendentes y de un silencio sobrecogedor del público– logra reunir en poco menos de dos horas el pavor derivado de la presencia vampírica, la incapacidad del ser humano medio para reaccionar ante ella, la seducción eróticamente maligna del monstruo e incluso la inocencia desprotegida de las víctimas. Pocas veces, el rey de los vampiros habrá caminado –y volado– con más soltura y acierto sobre las tablas.