Nueva York
Teatro diáfano
«Todos eran mis hijos» de Arthur Miller se representa en el Teatro Español. Teatro puro, sencillo, diáfano, en el que se vuelve a demostrar que el mejor teatro es el de las cuatro tablas, dos actores y una pasión. Aquí hay algo más que cuatro tablas, un teatro público parece no poder permitírselo, pero, aun así, la escenografía está al servicio de la historia y del actor. Los actores no son dos, son nueve, pero forman un equipo feliz y equilibrado. Ver en un escenario un grupo de actuantes mirándose, escuchándose, adaptándose de verdad, es un lujo. Casi igual que verlo en la vida. Destacan por edad y sabiduría Gloria Muñoz y Carlos Hipólito, dos de nuestros grandísimos cómicos, de los que espero no pierdan nunca las ganas de arriesgar fuera de los cómodos teatros de la corte. La pasión, la obra, es de Miller. Se estrenó en 1947 en Nueva York y fue su primer éxito comercial. Es curioso que aquí las obras «comerciales» de autor español no tengan cabida en los teatros públicos. Paradojas. En fin, que «Todos eran mis hijos» no es que sea una obra comercial, es que es una grandísima obra. Su estructura es impecable, sus diálogos fantásticos, su argumento necesario. Miller, estoy segura, la escribió porque tenía una necesidad imperiosa de hacerlo, y eso se percibe. A las cuatro tablas, los dos actores y la pasión se une aquí la mano de un director tan bueno que no se nota, Claudio Tolcachir. Y una hermosísima luz, diseñada por otro sabio de la escena, Juan Gómez Cornejo. En definitiva, el tan denostado teatro diáfano vuelve a demostrar su esplendor y vigencia. Conmueve, transforma al espectador. Y, claro, no hay entradas.
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