Barcelona

Una reforma que nadie pide

La Razón
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El presidente del Gobierno confirmó ayer oficialmente en el Congreso que la reforma de la Ley de Libertad Religiosa ha sido paralizada, por lo que muy probablemente no prosperará en lo que queda de Legislatura. Esta reforma ha sido reclamada con insistencia por el sector más laicista del PSOE, que ha hecho del ataque a la Iglesia su banderín de enganche ideológico. El anuncio de Zapatero ha coincidido con el agradecimiento del Papa a las autoridades españolas, durante el rezo del Ángelus, por la eficaz ayuda prestada para que la visita a Santiago y Barcelona fuera un gran éxito. Precisamente el argumento esgrimido por el presidente para congelar la reforma ha sido la falta de «consenso social y político». No podemos estar más de acuerdo con esta apreciación, que refleja con realismo y objetividad la opinión mayoritaria de los ciudadanos. Como también estamos plenamente conformes con el criterio del presidente sobre el espíritu que debe inspirar las relaciones entre la Iglesia y el Estado, que no es otro que el de «respeto y cooperación, como recoge la Constitución». Aunque esta declaración de principios no suponga ninguna novedad, sí resulta muy significativa en estos momentos, cuando se acentúa la cruzada laicista de una parte de la izquierda, deseosa de montar un «cordón sanitario» en torno a la Iglesia. A estos adalides del neoanticlericalismo, agriamente irritados por el éxito de la visita papal, les produce urticaria recordar que la Constitución no es laicista, sino aconfesional, y ordena mantener cauces de colaboración con todas las confesiones, en especial con la católicia por ser la mayoritaria de los españoles. Acierta, por tanto, el presidente del Gobierno al defender la colaboración con la Iglesia, no sólo porque sea muy beneficiosa para las arcas públicas y para los ciudadanos, sino y sobre todo porque ése es el mandato constitucional. En esta misma línea argumental, no tenía sentido reformar una Ley de Libertad Religiosa que nadie pide porque nadie la necesita y porque la vigente cumple de sobra con ese mandato constitucional sobre la libertad de conciencia. Además, sería una irresponsabilidad inaceptable que la clase política abriera una «guerra de crucifijos» en un país con casi cinco millones de parados, unos recortes sociales sin precedentes y un empobrecimiento de la población progresivo. Intentos no faltan, desde luego, como el de esos militantes socialistas extremeños que han litigado para quitar los crucifijos de un colegio de Almendralejo. Crear un problema donde no lo hay, incluso contra la opinión mayoritaria de los padres, como es el caso de esa escuela pacense, es algo más que una frivolidad: es un insulto a los ciudadanos de una región que figura entre las de más alta tasa de paro de Europa. Mal que les pese a los adalides de la «limpieza de símbolos», si España ha ocupado la atención internacional este fin de semana ha sido gracias a la presencia del Papa en dos obras emblemáticas de la Iglesia unidas por mil años de fe: la catedral de Santiago y la basílica de la Sagrada Familia. Señas de identidad esculpidas en piedra de una nación que, pese al ruido y la furia de cierta minoría, mantiene la sensatez y la cordura.