Francia
Picasso a bocados
Un día jugando a los toros, el pequeño Tony mordió a Picasso y el pintor se lo devolvió. Esta anécdota ha dado lugar a un libro en el que el hijo de Roland Penrose y Lee Miller recuerda sus días de infancia junto al artista.
Anthony Penrose era un niño como cualquier otro de su edad. Le gustaba jugar y tenía amigos con los que se divertía. Hasta aquí era como el resto, ni mejor ni peor; sin embargo, sus padres se llamaban Roland Penrose y Lee Miller; él, uno de los artista surrealistas más notables, agitador intelectual y crítico de arte y ella, además de corresponsal de guerra, una de las fotógrafas más reputadas del pasado siglo. Tony, un niño rubio con mofletes, al que le gustaba jugar con la arena, trepar y correr de un lado para otro. Contaba con un amigo muy especial, «lo más extraordinario que os podáis imaginar. Tenía los ojos negros y profundos, una amplia sonrisa y unas manos absolutamente asombrosas porque sabían hacer collages y dibujos y esculturas y cacharros y platos y muchas cosas más», escribe en «El niño que mordió a Picasso», un cuidado volumen que acaba de editar Siruela y que recoge a través de las fotografías tomadas por Miller los recuerdos de los años en los que apenas levantaba un metro del suelo.
Compañero de juegos
El libro reúne 67 ilustraciones de obras del artista malagueño como de dibujos infantiles, entre las que destacan las imágenes que tomó Lee Miller de escenas familiares, tanto en la residencia de la familia Penrose como en la casa de Picasso en Francia. No debía tener más de tres años cuando una tarde le pidió a su compañero Pablo que jugara con él a los toros. Se aburría y no le pareció una mala manera de pasar el rato. «Siempre me pareció fascinante, un hombre cálido y especial, como si fuera un tío para mí, un familiar muy querido con quien disfruté una barbaridad», recuerda ahora este conocido crítico de arte a través del correo electrónico. De él había aprendido «a no tener miedo de la gente que es muy importante y famosa». Y por su casa desfiló una pléyade de artistas. «Jugábamos a muchas cosas y los toros era una de ellas. Como yo era un chico inglés, confieso que no tenía demasiada idea de cuáles eran las reglas, pero él me animaba, me jaleaba, levantaba los brazos al aire, los movía y gritaba: "¡Olé, olé!"», lo que conseguía que yo me sobreexcitara y me pusiera en situación». Fue un día de aquellos que Pablo visitaba la casa de campo de la familia Penrose cuando el niño, que tenía asignado el papel de toro, embistió la muleta, pero Picasso, que sí conocía ese arte, se zafó y el pequeño se enfadó y urdió en caliente su venganza. A tanto llegó que decidió, en vez jugar a las corridas, pelearse con el mayor y mordió a Picasso con todas sus fuerzas con sus dientes de leche, bocado que fue devuelto inmediatamente por el artista: «¡Caramba! Es la primera vez que muerdo a un inglés», exclamó el pintor. Penrose tuvo que recurrir a la memoria de su madre para aclarar el episodio.
Una mujer marcada
Al niño no le quedó señal tatuada de la que pudiera presumir pasados los años. Tony podía ser «el niño que mordió a Picasso» o «el niño que pudo tener un Picasso tatuado en la piel». «Recuerdo con afecto el tiempo que pasé con él», confiesa Penrose, quien descubrió la fascinación por el arte a través, no sólo de sus padres, sino de ese amigo que le acompañó durante la infancia. Si le pedimos que eche la vista atrás y nos diga cómo era el señor Penrose, Anthony le describe como «un hombre que estaba siempre ocupado haciendo un montón de cosas diferentes. Cuando era niño la verdad es que no sabía el padre que tenía ni su importancia real, pero con el tiempo me di cuenta de su peso y de su valor, de los libros que había escrito, de sus exposiciones. Me gustaba el momento en que caminábamos por el bosque, dábamos un paseo por la granja o hacíamos algo los tres. Entonces estábamos juntos».
De su progenitora asegura que «no era como las demás, no tenía, digamos, un instinto demasiado maternal. Era una mujer que estuvo marcada por el horror de la II Guerra Mundial. Pasé mi infancia al cuidado de una niñera y realmente descubrí a mi madre cuando falleció de cáncer en 1997. He pasado más de treinta años estudiando su obra, sus fotos, y a través de ellas la he descubierto. Fue una gran mujer», dice Penrose. Al artista la espectacular belleza de Lee Miller (amén de su talento, algo que Penrose quiere subrayar) no le pasó desapercibida: «Cuando Picasso conoció a mi madre, le pareció tan guapa que le hizo un retrato. Mis amigos hicieron comentarios muy groseros sobre el cuadro. ¡Pensaban que estaba tan fea que daba miedo! Pero la verdad es que era un cuadro muy bueno. Descubrí que si hacía una foto de mi madre y contorneba su perfil, mi dibujo se ajustaba exactamente a la pintura de Picasso, menos en la barbilla. Eso es porque el cuadro tiene una enorme sonrisa y se le ven todos los dientes», escribe en el libro.
Una granja inglesa
Eran los años en que los Penrose vivían en Farley Farm, al este de Sussex. Cuando aterrizó en la granja, el pintor se dirigió al estudio del padre de Tony. Dominaba la estancia un caballete de madera. Enseguida el artista quiso conocer los animales que había en la granja familiar. Entre ellos se criaba un toro de raza Ayrshire que respondía al nombre de William. Penrose recuerda que una tarde Picasso lo dibujó como si fuera un saltamontes, dando brincos y con unas alas de color negro, y que al animal le gustaba especialmente que le rascaran las orejas y le hablaran en francés. Le veían a través de una ventana (como aparece retratado en una de las instantáneas de Miller, con ambos de espaldas y el animal de frente), se acercaban y le decían cosas.
Como la relación fue muy intensa, las visitas a casa del pintor por parte de los Penrose eran frecuentes: «Los niños éramos muy bien recibidos allí, se nos permitía hacer lo que queríamos dentro de un orden y jugar con la colección de instrumentos africanos y máscaras que Picasso coleccionaba. No se nos impedía tocar sus obras. Recuerdo que en aquella casa había un montón de mascotas, perros, pájaros, y, por encima de todos, su animal favorito, una cabra a la que había bautizado como Esmeralda» y que dormía junto a la habitación del artista. La casa, recuerda Penrose, fue una vieja fábrica de perfumes. Una tarde coincidió con Bracque, quien le había llevado unas palomas de cerámica. Para el niño era un visitante más. Sabía que aterrizar en aquella mansión tan destartalada en la que los niños tenían carta blanca (para los adultos, la cosa fue bien distinta) era sinónimo de diversión, como cuando, recuerda, y así lo escribe en el libro, elegían una máscara, una nariz o unos anteojos grotescos para llevarlos todo el día: «Tenía una mesa auxiliar llena de máscaras y sombreros muy graciosos. Todos debíamos elegir un disfraz y llevarlo puesto todo el día. ¿Me reconocéis en la fotos?», pregunta Anthony desde la página 43 de «El niño que mordió a Picasso». En la imagen se ve al jovencito cubierto con un sombrero hongo y unas enormes gafas que le llegaban casi hasta la boca. El artista le observa con gesto divertido mientras fuma.
Los amigos de mis padres son mis amigos
Por la casa de Farmley Farm desfilaban los amigos de Penrose y Miller, que en su caso eran los artistas más importantes del siglo XX. Anthony Penrose recuerda su infancia como algo inusual. No era consciente de quién entraba y salía, eran sencillamente los amigos de papá y mamá. Joan Miró le parecía un hombre simpático, con cierto atractivo, muy diferente a Max Ernst, «que no era nada fácil de trato; la verdad es que me molestaba un poco y me daba cierto pavor, quizá porque su tono de voz resultaba muy alto y hablaba agitando los brazos. Herry Moore era maravillloso, un tipo fuerte y tranquilo», comenta. De Paul Eluard apenas guarda imagen alguna, «aunque mis padres siempre me dijeron que me llevaba muy bien con él», pero si hay alguien importante para Tony (Picasso aparte) era Man Ray: «Adoraba sus objetos, sus fotos, los inventos a los que daba forma. Era bastante divertido. Me enseñó a construir cosas imposibles. Recuerdo que una vez le regalé un artilugio que hice con una pieza de una vieja segadora que había en nuestra granja. Buscando entre mis fotografías encontré hace poco una imagen de su estudio. Y para mi sorpresa descubrí que allí estaba mi regalo, entre sus obras de arte».
El detalle
El TORO WILLIAM
Aarriba, una de las instantáneas tomadas por Miller en la que aparece Picasso con su hijo, el autor del libro. En esta fotografía aparecen los dos delante de un establo, viendo a través de una ventana al toro con el que jugaban los dos y que respondía al nombre de William. El escritor y crítico de arte recuerda que al animal le gustaba que le rascaran las orejas y le hablaran en francés.
«El niño que mordió a Picasso»
Anthony Penrose
Siruela
50 páginas. 18,95 euros.
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