San Sebastián
Sollozos por Alfonso Ussía
No hay que confiar en los políticos llorones. Los jipidos se tienen que controlar
Llorar en público es de folclóricas, no de políticos. Existen muchas formas de controlar la emoción. En mi caso, que soy extremadamente emotivo, el sistema no falla. Cuando siento que tengo las lágrimas a punto de cauce y las palabras nubladas, recuerdo mis mayores ridículos. Me disponía a embarcar en un bote que había de llevarme hasta un barco amarrado en el muelle de pescadores de San Sebastián. Parecía que me esperaba. Bajé a toda prisa por la resbaladiza escalera del embarcadero y me dispuse a embarcar por la popa del bote del barquero. Pero éste dio una remada, el bote se separó del embarcadero, y caí al agua. Grandes carcajadas de todos los presentes. Así, que antes de llorar en público, evoco aquel momento y equilibro mis emociones.
El sollozo de Carlos Arias Navarro cuando anunciaba la muerte de Franco resultó patético. Un presidente de Gobierno con crueles antecedentes no puede quebrarse de tal guisa ante la estupefacta ciudadanía. El llanto desbordado de la ministra italiana se ha interpretado mal. No lloraba por los recortes de las pensiones. Por los recortes de las pensiones sólo están autorizados al llanto los pensionistas, y si es posible, en la intimidad de sus hogares. Lloraba por otro motivo, qué sé yo, la muerte de su gato preferido, la enfermedad de un loro o la evocación mental de la escena de «Capitanes intrépidos» del pescador que se ahoga mientras canta lo del pescadito. Rubalcaba no lloró por la emoción. Lloró porque sabía que estaba a pocos días de perder el poder. Llorar en público es de mala educación. La tristeza no puede emerger por respeto a los demás. El padre Laburu, médico y jesuita, dominaba el sermón de las Siete Palabras en Semana Santa. Aplicaba sus conocimientos de Medicina al sufrimiento de Jesús en la cruz, y aquello era terrible. Mi tía Paz no se perdió ninguna de sus prédicas en sus últimos años, y llegaba a casa con los ojos excesivamente sollozados. «Ha sido precioso y lo he pasado muy bien. He llorado muchísimo». Pero mi tía Paz no era ministra, ni personaje público, ni nada de nada. Nadie ha llorado mejor que el gran Manolo Summers. Dominaba el llanto provocado. En el departamento audiovisual de «El Corte Inglés» eligió un aparato de televisión formidable. Cuando el amable vendedor le informó del precio, Manolo dejó escapar, no unas lágrimas, sino un torrente amazónico en caída por sus mejillas. El vendedor no sabía qué hacer. Le acompañó hasta la puerta mientras Manolo seguía llorando. Y ya en la calle, lloraba de risa. Tenía la habilidad de provocarse las lágrimas.
No hay que confiar en los políticos llorones. Las lágrimas son inevitables cuando abruma la tristeza, pero los jipidos se tienen que controlar. El llanto de Moratinos cuando le fue comunicado que había dejado de ser ministro de Asuntos Exteriores me desvela cuando lo recuerdo durante la búsqueda del sueño. El entierro de Diana Spencer terminó con el prestigio secular de Inglaterra, tan medida y digna en los lloros. Y el árabe llora una barbaridad, y sus líderes políticos especialmente, de ahí mi desconfianza.
Cuando se representa a un pueblo, o a parte de ese pueblo, el llanto debe ser mantenido con un estricto control de las emociones.
La italiana llorona ha abierto una puerta muy peligrosa. La del sollozo público. David Gistau nos recuerda con brillantez un caso excepcional. El de Zapatero, que ha destrozado una nación entera sin derramar una lágrima. Al menos, una esquina de dignidad. Stalin ordenaba la muerte de cien mil rusos y lloraba de emoción cuando abrazaba a su hija Svetlana, su gorrioncito. Llorar no es de buenos. Es, simplemente, de llorones.
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