Cataluña

Abismo abierto por César Vidal

La Razón
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Mi fe en el Tribunal Constitucional quedó más que mellada tras la sentencia de Rumasa. No fui una excepción porque su presidente, un prestigioso jurista llamado García Pelayo, abandonó el cargo. Quizá fue casualidad, pero más de uno sospechó que había decidido sufrir la vergüenza lejos. Con María Emilia Casas y la resolución del estatuto de Cataluña, mi opinión empeoró pasando a la aversión manifiesta. Pensaba yo entonces que el citado órgano –no me atrevo a llamarlo judicial porque no lo es– no podría caer más bajo. Me equivocaba. Se ha superado en la ignominia con la sentencia sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. Algunos considerarán que es posible jurídicamente y otros estamos convencidos de que no puede haber matrimonio homosexual de la misma manera que no se puede llamar perro a un gato. Sin embargo, se piense lo que se piense, es aterrador lo que ha perpetrado el Tribunal Constitucional. El TC reconoce que el artículo 32 de la Constitución recoge la figura del matrimonio sólo entre hombres y mujeres. Sin embargo, a pesar de tan claro pronunciamiento, a continuación pisotea el texto constitucional valiéndose de lo que denomina «evolución interpretativa». Esa argumentación jurídica resulta totalmente inadmisible. La misión de un tribunal es aplicar la ley y no intentar desvirtuarla y vulnerarla apelando a dudosas fórmulas jurídicas. Si la Constitución dice que el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer, el matrimonio entre personas del mismo sexo es abiertamente inconstitucional. Dada esa realidad innegable, la vía para legalizarlo implicaría la reforma previa de la Constitución. Constituye, pues, una gravísima iniquidad que un grupo de jueces quebrante la Constitución apelando a una supuesta evolución social que, primero, nadie puede demostrar ni calibrar y, segundo, nunca puede ser argumento para violar las leyes. El TC no sólo ha consagrado el disparatado principio de que un perro puede ser un gato, sino que además ha abierto la puerta a las mayores iniquidades cometidas por un déspota o un grupo de presión por minoritario que sea. Si el día de mañana un porcentaje importante de la población española fuera musulmana y un partido político, haciéndose eco de sus reivindicaciones, decidiera legalizar la poligamia, el TC tendría que aceptarlo. Lo mismo podría suceder si un sector de la población española se confesara racista, fuera partidario de ejecutar –misericordiosamente, eso sí– a los que padecen una enfermedad mental o una dolencia incurable o considerara positivamente la persecución religiosa. Bastaría en todos los casos con que un partido en el poder apoyara la maldad y un TC designado por ese mismo poder la consagrara apelando a la «evolución interpretativa». Con la sentencia que acaba de dictar, el TC ha abierto la puerta para las mayores aberraciones sustentadas en un argumento disparatado y espeluznante. Puede enorgullecerse de arrojarnos así al abismo.