Historia
Admirados kamikazes
No me puedo quitar estos días de la cabeza a esos cincuenta ingenieros que siguen trabajando en Fukushima, o sea suicidándose en diferido, para mantener con vida a unas máquinas. Cincuenta hombres que siguen fichando diariamente en un polvorín nuclear para hacer más habitable un mundo en el que saben que ya no estarán dentro de cinco años. Cincuenta hombres que dan, como si fuera una cosa más de la vida, la vida misma en una época miserable en la que la consigna es «sálvese quien pueda» de todas las pequeñas muertes de la crisis económica, de la ruina, el paro o los recortes salariales. No puedo evitar comparar a ese Japón laboralmente activo en medio de la radiactividad con la España del absentismo laboral y de todas las picarescas, incluida la ecológica. Si Fukushima fuera Garoña, los cristos que se montaron por el Prestige y los asaltos a sedes políticas que siguieron al 11-M se quedarían cortos. Tendríamos a los héroes del «Nunca mais» todo el día en la calle con el megáfono, pero, eso sí, lejos de la central averiada y del peligro. No. No me quito de la cabeza a esos cincuenta hombres grises que no son ni actores ni cantautores. Hasta ahora los únicos kamikazes japoneses de los que habíamos oído hablar eran los de la Segunda Guerra Mundial, los que se estrellaban con una avioneta para llevarse por delante a unos cuantos semejantes. Hasta ahora los kamikazes japoneses o árabes morían para matar. Estos van a morir para salvar las vidas de sus compatriotas y la imagen del desprestigiado pabellón humano.
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