Actualidad
Instalados en la queja
De vez en cuando –muy de vez en cuando–, el concepto de intelectual adquiere pleno sentido. Frente a la barbarie del silencio, contra la normalidad de los estándares, la complacencia, la pose más exasperante, hay algunos casos de lucidez, de rebelión sensata, que mantienen un hilo de esperanza en la capacidad de la palabra para resultar útil. El último libro de Jordi Gracia, «El intelectual melancólico. Un panfleto» (Anagrama) constituye una estas rarísimas excepciones. Cierto es que el título –como él mismo reconoce– ha quedado un tanto escaso a la hora de explicar su discurso panfletario, pero, desde la primera página, se evitan las divagaciones a la hora de centrar con precisión suma el objeto de cada una de sus argumentaciones: no cualquier forma de melancolía, sino aquélla que nace del resentimiento hacie el presente, que reiteradamente conduce a una adjetivación apocalíptica de la actualidad cultural, únicamente por la razón de que el ritmo de los acontecimientos le supera y pone al descubierto su núcleo reaccionario. Lo que Jordi Gracia califica como «intelectual melancólico» no es sino una forma rancia de autoridad, que se sirve de la superioridad moral del pasado para figurar como frívolo e innecesario cualquier acontecimiento del presente.
El «culto a la nostalgia» que singulariza a esta especie en expansión es el índice de un tipo de comportamiento que, lejos de reconocer su anacronismo, se siente perpetuamente «moderno» en el aroma en conserva de un «retro-progresismo», encargado de despachar el título de «buen revolucionario». Como bien indica Gracia, para el «intelectual melancólico», Mayo del 68 ha supuesto –por pura conveniencia generacional– la última oportunidad de evolución social plausible. Los activistas de entonces son los reaccionarios de hoy; los que hace cuarenta años reclamaban libertad sin límites hoy tachan como libertina cualquier experiencia cultural que desborde la ortodoxia de su narcisismo. Contra la retórica insoportable de la queja, Jordi Gracia llega a la conclusión de que, al menos en la praxis cultural, en la participación de la sociedad en ella, nunca hemos estado mejor que en este momento. Y lo cierto es que así es: para enterrar el presente con el rencor del pasado, mejor dar un discreto paso al lado y dejar que corra el aire.
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