Festival de Málaga
Los sábados no hay milagro por Paco REYERO
En «Manhattan», tumbado en un sofá, Woody Allen se pregunta ante una grabadora de mano, si merece la pena vivir: «Supongo que hay cosas por las que merece la pena vivir. Por ejemplo, Groucho Marx; «La Educación sentimental», de Flaubert; Frank Sinatra, Marlon Brando, las peras de Cezzane o la mirada de Tracy». En España, donde las salitas han olido a familia numerosa, a Celtas sin boquilla, a cazalla y a sardinas en arenque, la cesta de las obras que hacen que la vida merezca la pena no traen humo de rubio americano o los compases de «My way», sino un aire tragicómico, grotesco, de claroscuro, desesperanzado y, a la vez, beato. Todo junto o por separado. Las películas de Berlanga, como los sonetos de Quevedo, los desastres de la guerra de Goya o los pobres pescadores de Sorolla, atestiguan más de nosotros de lo que nos atrevemos a reconocer ante el espejo. Subí al tren en marcha de su filmografía viendo, con trece años, «La vaquilla». Fue un viernes santo de octavo de EGB cuando en el cine Avenida me enteré de sopetón de lo que era España: un país partido en dos mitades cuyos habitantes tenían que ponerse de acuerdo porque en una sólo habían dejado la picadura de tabaco y en la otra, sólo los papelillos de liar. En sesenta años de genialidad y cine ha cambiado el decorado, las luces y los colores: el alma sigue entre «El Verdugo» y la jauria miserable de Plácido. Berlanga se ha muerto un sábado. No intentó hacerlo un jueves, porque, como él nos enseñó, los milagros en España son otra mentira piadosa.
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