España
Una noche memorable
«Sinfonía Nº 2», de Mahler. Simona Saturova, Lioba Braun. Coro Lübeck y orquesta del Festival de Schleswig-Holstein, Coro de la Orquesta Ciudad de Granada. Director: Christoph Eschenbach. Festival de Granada.
Debutaron en Granada en 1993, seis años después de que Bernstein fundara la Academia de Schleswig-Holstein. Vinieron de la mano de Georg Solti y no eran los mismos de ahora: la fabulosa orquesta juvenil, entre 15 y 22 años, es una de las mejores del mundo. Los actuales «Schleswig» tienen a más de 20 españoles entre sus 118 componentes; en el 93 no había ni uno.
En este festival del 60º aniversario han arrollado. Un primer concierto, con «La Creación», de Haydn, en formación semi-camerística, con su coro Lübeck, tuvo a este maestro como responsable de una traducción ejemplar de la pieza, en donde ya destacó la musicalidad desbordante de la soprano Saturova. Pero la segunda sesión, con orquesta al completo y doble coro –en perfecto maridaje con el de la Orquesta de Granada–, rebasó todas las expectativas. Mahler de nuevo, como en la apertura: la Sinfonía «Resurrección», una de las cumbres del compositor; y como demiurgo y oficiante un músico directo pero difícil, admirado pero polémico, Christoph Eschenbach (Breslau, 1940), un artista de seriedad casi hierática. En Granada ocurrió. Desde el tremolando inicial de la cuerda, fue obvio que no se asistía a un concierto al uso: Eschenbach partió del 7 en la escala de Richter y llegó al 10 en la culminación de la obra, absoluto seísmo sonoro. Los chicos de la Schleswig tocaron como si en cada compás les fuera la vida, imantados por un maestro dueño absoluto de una obra que domina y ama, y que mostró su sabiduría en la misma colocación de la orquesta, oponiendo como Kubelik antifonalmente a violines primeros y segundos. Cuerda enorme –60 atriles–, de sonido poderoso, jamás tapada por el imponente conjunto de vientos o de percusión. Es difícil recordar, no ya en España, muchas interpretaciones superiores de la obra. Cada frase, cada diseño, cada ataque, cada «crescendo», tuvieron su razón y su sentido. La ascensión final, desde la entrada del coro en el umbral del silencio hasta la apoteosis conclusiva, con voces e instrumentos repartidos espacialmente por el auditorio circular, fue digna de un Tennstedt, un Bernstein o un de Waart, por citar a los grandes. Inolvidable. Memorable. Hasta Eschenbach sonrió.
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