Debate de investidura

Vanidad

La Razón
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Todo aquel que sobrevuela al resto de sus semejantes termina devorado por la vanidad. Cuando el vuelo deja de interesar a los que permanecemos con los pies en la tierra, el volador se siente atacado por el síndrome de la soledad aérea. Es entonces cuando la vanidad le obliga a cerrar las alas, lanzarse en picado y hacerse papilla en la colisión. Pero de nuevo es noticia, y la vanidad respira aliviada.

Las últimas declaraciones de Felipe González han movido conciencias, análisis e intenciones. Tengo para mí que se trata únicamente de un ataque de vanidad. Sobrevolar al resto de la humanidad tiene que resultar muy aburrido para los poderosos. O para los que lo fueron. «Será cosa de alquilar balcones para ver lo que pasa cuando yo muera». Vanidad bienhumorada de Cánovas. El vicio que nunca descansa, para Gracián. El mendigo que pide con tanta insistencia como la necesidad, y que tanto atormentó a Benjamin Franklin. Algunos, pocos poetas, en los tramos finales, creen haberla vencido, como Amado Nervo: «Buenas noches, vanidad./ Es tarde… Mi puerta cierro./ Yo estoy –¡cosas de la edad!–/ muy bien en mi soledad/ con Dios, un libro y un perro».

Felipe González no parece sentirse muy bien en su soledad. Eso, ser noticia, lo que tanto gusta. Más al necio que al inteligente, y al ignorante que al instruido. No pretendo calificar a González de necio e ignorante, pero la vanidad ciega y abruma. En unas pocas palabras ha resumido sus gravísimas responsabilidades pasadas. Él tenía el poder, y él decidía. Tuvo la oportunidad de la grandeza y la perdió. Le dio una soberana lección de valentía una mujer, Margaret Thatcher, cuando un comando especial acribilló a tres terroristas del IRA en Gibraltar. No sólo reconoció que había dado la orden de disparar. Se atribuyó la acción. «Yo he disparado». Los terroristas al hoyo y el vivo al bollo. El IRA estaba en guerra con Inglaterra e Inglaterra con el IRA. Contundencia a las claras.

Pero el GAL estaba en las cloacas del Estado de Derecho. Todo turbio. Estoy de acuerdo con Felipe González cuando habla de la honradez personal de José Barrionuevo. Y cuando reconoce su admiración por el general Galindo. Muchos españoles ignoran que viven gracias al trabajo y la eficacia del general de la Guardia Civil. Pero hubo muertos. En aquellos tiempos, con una ETA brutal y sangrienta, el reconocimiento de la guerra sucia, eso que se llama la gallardía ante el error, hubiera sido perdonado por una sociedad harta de sufrir las consecuencias del terrorismo. Pero la gallardía no dormía en La Moncloa. Y se usaron los fondos reservados para derroches y enriquecimientos. Algunos culpables pagaron más culpas que las suyas, y algún inocente se deslomó con responsabilidades ajenas. El máximo responsable se fue de rositas. Y al cabo del tiempo, ya con los plazos vencidos, en la soledad del aire, Felipe González reconoce lo que ayer negó. No por limpiar la conciencia, sino por obedecer al impulso de la vanidad. Lo reconoció el ministro francés del Interior, Michel Poniatowsky, ante Don Juan de Borbón. Los terroristas de Iparretarrak que aparecían ahogados en las playas de Biarritz y Arcangues: «Lo terrible, hay que hacerlo bien». Quebrar el Estado de Derecho desde el poder es práctica terrible. Y hacer mal lo terrible es ridículo. La vanidad, siempre tan traicionera.