Fotografía
El perfume de la provocación por Pedro Mansilla Viedma
Cualquier lector atento de cualquier periódico del mundo se habrá visto sorprendido, un par de veces el último mes, por un anuncio que no deja indiferente a nadie. Por supuesto, aquellos lectores especialmente sensibles a la belleza masculina, máxime si ésta se muestra desnuda, insertada sin previo aviso en las páginas de política o de economía de un diario, lo habrán sido con mayor motivo. En el fondo, de eso se trata cuando se habla de publicidad, de conseguir impactarnos, llamarnos poderosamente la atención, pararnos en seco al pasar por encima de ella. El anuncio, por si ustedes aún no me han descubierto, representa a un hombre bastante guapo, desnudo, con gafas y con una sola advertencia: Dolce & Gabbana. Si no fuese porque el anuncio recorre su atractivo rostro, su no menos atractivo torso y justo se termina en la línea donde comenzarían sus atractivas piernas, podríamos decir que el anuncio no habría sido publicado. Ahí está el límite del pudor y de la provocación, de la buena educación y del deseo insaciable, de las virtudes públicas y de los defectos privados: en lo que se sabe que está ahí pero no puede verse.
El anuncio es, sin duda ninguna, explosivo para cualquiera que lo vea, pero lo es más para aquellas personas que podríamos considerar amantes de la moda, porque cualquier lector de periódico que sea al mismo tiempo un amante de ésta, habrá reconocido inmediatamente que esa fotografía le suena de algo. No andan equivocados, la fotografía retoma un tema que hace muchos años también fue brillante, polémico y escandaloso. Su protagonista era un conocidísimo diseñador de moda, probablemente el más importante de ese momento. Se llamaba Yves Saint Laurent. Había sustituido al hasta entonces todo poderoso Christian Dior con tan sólo veinte años. Había sido despedido por causas no del todo confesables y, junto a su compañero de toda la vida, vamos a llamarlo así, había creado el imperio que llevaba su nombre, YSL.
En esa cima de crítica y público, un hábil publicitario decidió retratarlo desnudo –aunque la postura impidiese que la fotografía resultase obscena–, detrás de sus eternas gafas de adolescente tímido, frágil e intelectual, con su melena al gusto de la época –Beatles para entendernos– y firmada por uno de los maestros más exquisitos de la fotografía de moda de todos los tiempos, Jean Louis Sieff –para mayor morbo, especialista en desnudos femeninos en blanco y negro–, y hacerlo sólo para vender un perfume. El arbiter elegantiarum de esa década, sentado sobre un cojín en el suelo, protegido por su postura y sus gafas, anunciaba un perfume también revolucionario en su momento, empezando por el nombre, «Opium». La polémica estaba servida. ¿Puede la publicidad atreverse con todo? Como diría Oscar Wilde, «la única manera de evitar la tentación es caer en ella». Es decir, sí. El único requisito es hacerlo con mucha clase.
Pedro Mansilla Viedma
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