Brujas
La bandera de España
De pronto, por todas partes y como consecuencia, tal vez, de un gran acontecimiento deportivo, saltaron los colores rojo y amarillo que forman la bandera de España. Y todos los recelos políticos que en torno a ella se habían venido gestando, también parecieron esfumarse. Ser español se mostraba de pronto como una manera de ser y, curiosamente, sin reproches ni negaciones de las otras naciones que también estaban compitiendo.
Un modo de ser significa una naturaleza, es decir, una nación, algo que se posee al margen de la propia voluntad, desde que se es nacido. Que es lo que significa nación y no simplemente, como a veces se ha pretendido o se pretende, una especia de etnia. El deporte consiguió, sin proponérselo, dar señales de cuánto de amable y positivo puede encerrarse en la conducta. No quisiera parecer que se trata de adular, pero gestos como los de Vicente del Bosque al mantener en calma a esos jóvenes hasta llevarlos a la victoria después de haberlos paseado por Caravaca, los juicios favorables de Nadal hacia otros contrincantes, o el gesto de Contador cuando permite a su rival dar el paso que le otorga la victoria en el Toremallet, son datos que no pueden ni deben olvidarse. En definitiva este mes de julio ha sido importante.
La conciencia de una nación española, herencia de Roma, de la cual había recibido su nombre, Hispania, que nunca se cambió, como en otras naciones europeas, se fue gestando durante los siglos capitales de la Edad Media. Seguramente se trataba de insistir en la diferencia que se marcaba sobre esa línea que los musulmanes establecieran a fin de modificar el nombre y recurrir a al-Andalus, que algo tiene que ver con el Atlántico. Pero esa España, que se empeñaba en conservar el precioso patrimonio romano: su lengua, su pensamiento, su modo de vestir y sobre todo su religión, se ahondaba en un profundo sentimiento de unidad con independencia de las estructuras políticas plurales que la dura batalla contra el Islam había obligado a establecer. Pero cuando las cosas se ponían difíciles, ese mismo y fuerte sentimiento se ahondaba. Es curioso que el primer nombre que se da a los altos principados catalanes sea el de Marca Hispánica.
Para el poeta que escribe esa loa del conde Fernán González no cabe duda de que «de toda España, Castilla es la mejor». A lo que desde Barcelona, años más tarde, replicara el autor de la Crónica de Pedro IV el Ceremonioso: «Cataluña es la mejor tierra de España». Exageraciones del sentimiento, que no pasan de ahí. Cuando en 1212 llega la hora suprema de la Batalla (nosotros lo calificamos de Las Navas) todos acuden juntos, izando sus enseñas. Y aunque, por riñas entre primos, el rey de León decida quedar al margen, sus caballeros tomarán las armas y acudirán. De allí salieron las cadenas del Escudo de Navarra. Es bien cierto también que en el Fuero Navarro las primeras palabras se refieran a Pelayo y Covadonga. No muchos españoles conocen el dato de que la primera vez que se emplea en un documento el término «nación española» se haga referencia a la comunidad de mercaderes que se había instalado en Brujas. Pues bien los signos que se empleaban en el escudo eran el árbol de Guernica y los lobos de la Casa de Haro, porque predominaban en ella los vizcaínos. Y cuando Napoleón envía sus tropas a la conquista de la Península, Gerona responde con las armas en la mano, cantando en catalán: «com voll que me enrrandesca si Espanya non voll pas». Toda una lección. Ciertamente estamos hablando de tiempos pasados. En nuestros días parece abrirse paso la idea de que es preferible la separación. Por eso fue un consuelo cálido aquel del domingo 11 de julio cuando España, gracias especialmente a jugadores que procedían del FC Barcelona, en Suráfrica se culminó la hazaña de ganar la Copa. Sobre estos sentimientos es importante hacer una madura y ponderada reflexión. Las tendencias a la unidad –que no debe confundirse con uniformidad ni olvido– han sido siempre en España muy fecundas. Durante siglos no hubo al respecto la menor duda. Pero me gustaría mencionar aquí dos temas que atañen a la época de los Reyes Católicos, sobre los cuales aprendí mucho de aquel gran maestro de historiadores y amigo muy querido que fue Jaime Vicens Vives. Cuando en 1478 la Corona de Castilla se incorpora a la Corona de Aragón, Cataluña vivía dos experiencias negativas a las que era urgente poner remedio. La primera era la supervivencia de la servidumbre en ciertas amplias comarcas de la Cataluña Vieja: los remenses. Las bases jurídicas establecidas en toda España, reconociendo los derechos naturales humanos, imponían una solución. Y ésta se tomó por Fernando e Isabel precisamente en el monasterio de Guadalupe. Primero se dispuso que cualquier reliquia de servidumbre existente en los reinos tenía que ser suprimida. Segundo, que los remensas al cobrar su libertad pasarían a convertirse en propietarios de la tierra que trabajaban, su medio de vida, con un plazo muy largo y garantizado por la corona para abonar su precio. La segunda era que como consecuencia de la revuelta contra Juan II la Generalidad estaba arruinada: los impuestos que se cobraban no bastaban ni para pagar los intereses de la deuda pública. Los Reyes Católicos, que llaman a su servicio precisamente a los dirigentes de la revuelta, aprovechan los recursos castellanos para otorgar monopolios comerciales que permiten la recuperación (redrec). Una deuda de honor impagable que muchos debieran recordar. Como todavía yo guardo muy profunda gratitud hacia lo que debo a Cataluña en mis andanzas como historiador y a los grandes amigos de aquella tierra, ruego a quienes la gobiernan que nunca me impidan seguir amándola. La bandera española tiene su origen, como todos ustedes saben, en la senyera que se enarboló por primera vez en la campaña de Cerdeña de 1328. Carlos III, que tomó la decisión de emplear un signo de toda la nación, escogió esas tres barras porque, reinando en Nápoles, había visto que la empleaban los barcos que venían de las lindes mediterráneas. Ésa es hoy nuestra bandera. Dejemos a un margen calificativos políticos y sumémonos a los millares de jóvenes que la pusieron al viento porque no sabían como expresar mejor la satisfacción que les producía en aquellos momentos ser español.
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