Cataluña

Autores sin derechos

La Razón
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Las propiedades, en nuestra cada vez más maltrecha sociedad, se transmiten por las leyes de la herencia de generación en generación hasta que se pierda el rastro familiar, si es que se pierde. Sin embargo, alguien compone una sinfonía, pinta un lienzo o escribe un libro y aquella propiedad no material se mantiene, cuando más, durante un período que varía según la legislación de los países. Pasará después, con carácter general, a quedar libre de derechos. Cualquiera puede tocar aquella música o reproducir el lienzo o publicar el texto. Sería absurdo, claro es, que los editores tuvieran que buscar a los herederos de Cervantes para que les otorgaran permiso para editar el Quijote, aunque los títulos nobiliarios puedan recuperarse y mantenerse. Sin embargo, no pretendo aquí sostener que los derechos se prolonguen indefinidamente. Tan sólo señalar las diferencias en un ámbito, como el de la propiedad en general, en el que pueden producirse muy complejas circunstancias. A las leyes, si son justas y equitativas, cabe remitirse. Por otra parte, las herencias intelectuales pueden constituir en ocasiones un grave estorbo, porque no todos los herederos son capaces de difundir o administrar los legados de determinados autores. En ocasiones, censuran, cuando no destruyen, materiales que entienden comprometidos y que hubieran podido servir para comprender mejor las obras. Pero se extendió desde los orígenes una cierta sensación de que la propiedad intelectual no debía ser un producto mercantil, aunque gracias a los beneficios que reportaban los trabajos de artistas y escritores se montaron empresas de gran rentabilidad y se lograban fortunas. La idea de la gratuidad ha ido calando poco a poco y los nuevos medios de reproducción han hecho zozobrar en pocos años editoriales centenarias y hasta periódicos que se fundaron en el s. XVIII, incluso fórmulas de transmisión de conocimientos; por ejemplo, las enciclopedias, que casi nadie edita y pueden consultarse en internet, no siempre fiables.
La sociedad del bienestar, acostumbrada a la enseñanza gratuita o casi, a la medicina gratuita o casi; a la radio o televisión aparentemente gratuitas, aunque nadie regale su trabajo, ha estimado que quien canta, escribe, filma o compone debe vivir del aire que nos resulta, a diferencia del agua, casi gratuito. Por otro lado, los artistas acostumbran a definirse como seres absurdos, que trabajan y crean –lo que es cierto– por puro placer personal y algunos, incluso, por narcisismo, como se advierte en tantas obras de ínfima calidad. En la pasada Diada, en Cataluña, se plantearon reivindicaciones; algunas, sin duda, justas. Otras hacían pensar en aquel estrafalario filósofo, amigo de Josep Pla, Francesc Pujols, quien aseguraba que, en el futuro, cuando un catalán visitara otro país de Europa, lo tendría todo pagado por el simple hecho de su origen. Algo o mucho de ello –y no referido a los catalanes– puede decirse de los derechos de los autores. Bien es verdad que, en ocasiones, la SGAE extrema cautelas y busca petróleo donde apenas si queda arena, pero otras organizaciones cuidan también, CEDRO por ejemplo, de que se respeten derechos de autores y editores. El trabajo es arduo, porque la propiedad intelectual se ramifica de una forma de expresión a otra. En algunos «top manta» puede descubrirse un filme recién estrenado y mal reproducido, aunque éste sea el menor de los pecados contra la creatividad. Los mecanismos de reproducción de libros, periódicos, discos clásicos y modernos o filmes navegan por la red como Pedro por su casa y hay algunos listos en el manejo del ordenador que son capaces de reproducirlos con suma facilidad y otros, hasta de divulgarlos, con sistemas más sofisticados, de forma ya delictiva. Las empresas tienen que exprimirse el cerebro para lograr que los compradores elijan pagar por un algo más añadido. Un amigo escritor me comentaba hace poco que se quedó sorprendido al comprobar que si alguien compraba determinado best-seller, se le regalaba un ejemplar de su libro. Ni siquiera se había enterado. En esta sociedad mercantilizada, los nuevos mecanismos obligan a que los creadores intelectuales se sitúen o sean situados por otros en las redes. Pero los antes denominados derechos de autor o de propiedad acostumbran a brillar por su ausencia. Nadie puede poner en duda el progreso que supone disponer de un sistema de información o de diversión como internet, aunque, de no regularse y de forma global, porque constituye el mejor ejemplo de la globalidad de nuestro mundo, las industrias culturales y hasta los propios creadores estarán en peligro. Si alguien puede extrañarse de que la diferencia entre la cultura minoritaria y exigente se distancie progresivamente de la mera bazofia, llegará a una fácil conclusión: no se valora tanto el mérito como el éxito. Y éste procede de los mecanismos publicitarios utilizados, de recursos tan primarios como la provocación o el amarillismo, antes denostado. Cualquiera puede convertirse en unos días en un famoso que durará también poco o debe aparecer por cualquier nimiedad en la televisión, el medio de los medios. Nadie parece capaz de atreverse a limitar los derechos de los internautas, cuyas asociaciones producen pánico. El creador es tan sólo un individuo vocacionalmente marginal y cuya obra, en consecuencia, ha de resultar gratuita y agradecer su difusión, aunque sea contra su deseo.