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Oficios en peligro de extinción

La producción en cadena y la vida urbana impide el relevo generacional en profesiones artesanales

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MADRID- Si hace algunos años el sector primario y el industrial eran el motor de la economía española las cosas han cambiado. Las nuevas tecnologías, el predominio del sector servicios, o la inviabilidad económica han hecho que muchas profesiones de las de «toda la vida» estén en serio peligro de extinción.

A pesar de ello todavía quedan algunos jóvenes románticos que mantienen vivos aquellos oficios propios de siglos pasados y que es difícil encontrar hoy en día. En la mayoría de los casos suele tratarse de personas que han crecido rodeadas de artesanos y a quienes la tradición familiar les ha hecho continuar con ese negocio que un buen día vieron realizar a sus padres o abuelos.


Con caducidad
Los barquillos ya eran bien conocidos en la Edad Media y se vendían en las puertas de las iglesias, donde también eran elaborados en pequeños hornos transportables de carbón. Se realizaban con una pasta de harina sin levadura que se transformaba en una lámina delgada que se aromatizaba con canela y se la ponía en moldes calientes en forma de barco, de ahí su nombre. Mas adelante tomaron forma de canuto y comenzaron a ser vendidos por las calles al son de una ruleta y cánticos.
 
Lejos quedan esos dicharacheros vendedores con aires de chulapo que habitualmente recorrían con su barquillera las calles empedradas de la capital. Jesús Cañas es uno de esos amantes de la tradición que lucha por que su profesión no se quede en el olvido. Cañas forma parte de la cuarta generación de una familia de barquilleros que lleva desde principios de siglo XX regalando sonrisas a niños y mayores a través de los barquillos. «Lo llevas en la sangre, tu familia se ha dedicado a esto toda la vida y es difícil que tú no lo hagas». afirma este joven de 24 años, que además es titulado en Educación Infantil y en Artes Gráficas. «Es un oficio duro porque si quieres vender tienes que estar en la calle haga frío en invierno o calor en verano», señala.

Pero la dureza no radica sólo en el esfuerzo físico que supone tirar de una barquillera que pesa alrededor de 20 kilos a la intemperie. Ahora hay empresas que se dedican a realizar barquillos de manera industrial y contra ellas es imposible competir.

Ataviados con el traje típico, Cañas y su padre Félix ofrecen una amabilidad sin igual, con la que intentan endulzar la vida a los viandantes que pasean por el Retiro, el Rastro, la catedral de la Almudena o la Plaza de Oriente.

Sin embargo, existe otro impedimento que desde hace un tiempo trae de cabeza a éste sector. «Cada vez es más complicado conseguir un permiso que permita la venta de barquillos de forma ambulante en la calle por lo que me veo obligado a venderlos a escondidas y como si fuera un delincuente», relata indignado.


Destinados al olvido
El sacrificio y los escasos beneficios que se obtienen por largas horas de trabajo frenan por completo la vocación de muchos jóvenes.. Así es como han ido quedando sin relevo generacional profesiones como la de «quexeiro», o vendedor gallego de quesos, que acudía a los mercados y a las casas a vender su producto o la de «piconero», encargado de fabricar o venden el picón; una especie de carbón muy menudo, hecho de ramas de encina, jara o pino, que se empleaba para los braseros y que en la actualidad ha sido sustituido por los modernos sistemas de calefacción. Algo similar ocurre con el sastre, a quien la producción en cadena le ha supuesto grandes pérdidas o el afilador, que solía recorrer las calles en su moto o bicicleta al ritmo de una armónica para afilar todo tipo de cuchillos y al que el competitivo mercado, que ofrece utensilios a precios muy bajos, le acerca, cada vez más, al camino de la desaparición.


Amor a la naturaleza
El auge de la vida urbana y el éxodo rural de la centuria pasada también han acabado con muchos de los trabajos relacionados con la agricultura y la ganadería. De hecho, tan sólo un cuatro por ciento de la población activa española se dedica a tareas del campo y de todos ellos tan sólo un 4,5 por ciento del sector está formado por gente joven.
 
En esta situación se encuentra Salvador Roncero. Su hábitat natural son las granjas, pues es ganadero de leche, pero ha sabido aunar este mundo antiguo con una faceta mucho más moderna y que está ligada a su trabajo: busca defender los intereses de gente joven que trabaja en el campo organizando foros tanto a nivel nacional como europeo. No en vano Roncero es también presidente de la junta directiva de Juventudes Agrarias de COAG; una organización que reivindica la participación del agricultor en el mercado y lucha contra la despoblación rural.

Como tantos otros artesanos o trabajadores del campo, Salvador ha dado continuidad a la tradición familiar: «Mi familia era ganadera y a mí, como me gustaba estar en contacto con el campo y los animales, no me importó seguir con el oficio; además el factor de estar siempre con los animales desde que eres pequeño es muy importante», comenta.

Hace diez años que Salvador asumió tomar parte del negocio y en la actualidad dirige, junto a su familia, una cooperativa y son socios de otra, a la cual abastecen. Cuando se compara con otros jóvenes, este zamorano asegura sentirse «un bicho raro» al trabajar entre vacas y ordeñadoras. A pesar de ello y de que los escasos beneficios económicos que da la ganadería y en general todo lo que esté relacionado con el mundo del campo, asegura que «una vez que empiezas, y más si sientes amor hacia la naturaleza y los animales, te resulta muy difícil dejarlo».


Jesús Cañas–24 años, barquillero
A pesar de ser técnico en Artes Gráficas y titulado en Educación Infantil, Jesús ha optado por continuar con la tradición que un buen día comenzó su familia. Lleva varios años dedicándose a vender barquillos por las calles de Madrid y asegura que «el oficio va en la sangre». Aunque no dispone de un permiso municipal para la venta ambulante, no duda en coger su barquillera y pasearse por el Retiro o el Rastro y vender ricos barquillos a quien lo desee.
Salvador Roncero, 31 años, ganadero
Éste joven de 31 años afirma sentirse «un bicho raro» por trabajar en la ganadería, pero asume que se dedica a ello por tradición familiar y por el amor que siente hacia los animales y la naturaleza. Este joven dirige junto a su familia una cooperativa y defiende los intereses de la gente joven del campo al formar parte de un sindicato.