Historia

Atenas

El león erosionado

La Razón
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El tiempo es un río que erosiona las orillas de nuestra existencia, y penetra en las células y nos hiere cada hora. «Vulnerant omnes, ultima necat», solía leerse en algunos relojes de pared del XIX, refiriéndose a las horas: «Todas hieren, la última mata». Políticamente no es la primera muerte de este hombre. Cuando se enfrentó al Opus Dei, durante el Régimen franquista, y el caso Matesa se lo llevó por delante, parecía que no iba a levantarse nunca. Cuando parecía que el Rey le nombraría presidente del Gobierno (Areilza o Fraga, nadie pensaba en otros) surgió el nombre de Suárez, y muchos dieron por amortizado al león de Villalba. Luego, en la transición, cuando la vieja Alianza Popular, en las primeras elecciones democráticas consiguió tan sólo 16 diputados, incluso algunos de sus fieles comenzó a encargar las exequias.

Se reinventó con la Ley de Prensa y, sobre todo, con el Turismo. Se volvió un admirador del Partido Conservador inglés, cuando fue embajador de España en el Reino Unido, y, habiendo sido epígono de la Dictadura, fue uno de los padres de la Constitución. Por sobrevivir, sobrevivió a propinarle a la hija de Franco unos perdigonazos allí donde la espalda pierde su honesto nombre, durante una cacería que para muchos iba a representar su adiós a la Política.

El tantas veces derrotado puede llegar a vivir el triunfo de su partido en unas elecciones generales, pero desde su casa. Ha vencido a todo lo que se le puso por delante, pero nadie es capaz de salir victorioso de la batalla contra el tiempo, una derrota que comienza el día del nacimiento.

A mí, durante mucho tiempo, no me cayó bien. Demasiada seguridad, excesivo mando, exuberante fuerza física, exagerado y abrumador desparpajo oratorio. Pero un día, cuando se estaba desmontando el Régimen –y los renuentes intentaban apuntalar la ruina– le oí decir a los que entonces eran los suyos que de Esparta no quedó nada, pero sí que nos había llegado el legado de Atenas. Amante de Garcilaso, sabía muy bien que, al final, la espada no es nada sin las letras. Y ahí está, con un bolígrafo barato entre los dedos, en actividad permanente, tenga que estar en una silla de ruedas o en un sillón. Ya no es capaz de arrancar el cable del teléfono para que deje de sonar durante una reunión con la Prensa, pero ninguno de sus contrincantes le negarán el entusiasmo de haber servido a su país desde cualquier lugar, y de haber abanderado uno de esos gallardetes que los españoles tanto echamos en falta en los asuntos públicos: una escrupulosa honestidad con el dinero de todos.

Le llamaban «el abominable hombre de las nueve», porque convocaba reuniones a esa hora en que la mayoría de los altos cargos suelen ser recogidos por sus chóferes. Y, por muy importante que fuera una cena, a las doce en punto, como Cenicienta, se retiraba. Ahora se retira de una larga y dilatada vida pública, y en esa mirada amansada, el viejo león, erosionado por tantas horas, como los viejos actores clásicos al final de la obra, parece pedir disculpas por los posibles errores cometidos.