Presentación

El estridente seductor

La Razón
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Yo tuve un empresario al que le pedía, por mi trabajo, los precios más elevados, en la seguridad de que me dejaría a deber poco menos de la mitad. No estoy seguro de que otros hicieran lo mismo, y tampoco seguro de que él no hubiera sospechado mis intenciones, porque tonto no era. Pero era un ser bien singular. Me refiero a Paco Marsó.

Cuando el director González Vergel solicitó mi colaboración para el montaje de «La muerte de Dantón», me sentí enardecido y estimulado por sus brillantes ideas de director, e hice un notable esfuerzo para estar a su altura. El resultado, un éxito. Y lo gracioso es que, en el vasto elenco de la compañía, como unos cuatro actores jóvenes –que representaban a emblemáticos revolucionarios– revolucionaban el cotarro por guapos y apuestos, formando un piquete de conquistadores, en el que sobresalía Paco Marsó, un dechado, un fetiche, una exageración… No sé si tuve que vestirle de Saint Just pero, en todo caso, quedaba «de dulce».

Lo que pone más en valor a estos paradigmas de belleza física es su falta de vanidad y de presunción. Paco Marsó vivía su belleza como un animal, digamos en honor de los animales. Los bellos animales de concurso que se llevan la medalla al mejor sobre la pasarela exhibicionista, resultaban tan sencillos, tan desenvueltos y tan naturales como Paco Marsó. Y una cosa muy curiosa y muy digna de hacer notar, es que los dueños de estos ganadores –perros y gatos en particular– dan siempre fe, con entusiasmo, de su nobleza y de su inteligencia. A nadie le puede extrañar que la ya famosa actriz Concha Velasco se sintiera fascinada por él.

Lo que ocurre con los hermosos, nobles e inteligentes animales es que no cambian físicamente con el tiempo, cosa que al hombre no le suele pasar. Esa gloriosa estampa juvenil, la puede perder enseguida, sobre todo si es Paco Marsó, superiormente optimizado para siempre por su juvenil despliegue de seductor. Pero la vida está llena de escollos materiales y compromisos que, para Marsó, parecían no existir.

Ya casado con la gran actriz, logró convertirse en empresario, y hubo un tiempo en el que el matrimonio ganó muchísimo dinero y fama. Esto le hizo creer que su forma generosa –pero siempre en deuda– de producir grandes espectáculos era el mejor método de prosperar. No menos de lo que ha hecho la banca internacional, que nos ha conducido a la presente crisis. También pudo parecernos guapa y llena de glamour en otros tiempos de «permisividad y audacia» en los negocios. En las alabanzas necrológicas se ha dicho que era un gran productor y, efectivamente lo era, a juzgar por sus resultados, pero no por la deuda que fuera contrayendo, algo que no perdona jamás.

Mi último trabajo con él fue «Inés desabrochada». Nunca reducía nuestras pretensiones. «¿Esto exiges? Esto mismo te doy». Asusta lo que costaron algunos trajes de escena para la Velasco, en producciones como «Carmen Carmen» y otras por el estilo. Coincidiendo con él, en otra producción, compartíamos ensayos en el teatro Calderón y, cuando entraba la tropa de intérpretes, músicos y técnicos de «La Truhana», yo me preguntaba: –«¿Cómo va a pagarle a esta multitud, alegre y confiada?».

Dejando aparte que fuera un buen padre y un compañero, a veces, muy útil para la actriz, esta forma de proceder, tan parecida a la licencia bancaria de la pasada etapa, casi lo exculpa. No estaba solo. Muy grandes empresarios del universo capitalista se sintieron Paco Marsó. Y no sólo banqueros, sino políticos de gran fuste. Por lo cual, un importante sector de la opinión pública, quisiera divorciarse del sistema, como Concha Velasco de su marido, a pesar de cuanto le amó y de los gloriosos y felices momentos que hubo de pasar a su lado. En un sentimiento muy parecido, la acompaña una multitud.

Me siento extrañamente conmovido cuando recuerdo aquel despliegue de Paco, levantando su vuelo como bello y seductor partiquino que interpretaba a Saint Just, en «La muerte de Dantón».