Música
Adiós querida
Se ha muerto Liz Taylor y me ha dado de pronto una pena horrorosa. Me pasa siempre cuando se muere gente a la que he visto mucho pero no conozco de nada: no han tenido ni tiempo ni oportunidad de defraudar.
Así que cuando me enteré, me quedé con una cara de pena horrorosa, una pena de esas de no llorar, pero de suspirar muchísimo. Y me pasa siempre que se nos va una lagarta, una de esas tipas a las que les importa un bledo lo que piense el personal y que se han pasado los convencionalismos por la entrepierna. Le tenía yo cariño a la Taylor, la verdad. No por haber aparecido en una peli tratando de excitar a Paul Newman sin conseguirlo (con lo guapo que estaba ese hombre en pijama y muletas, por Dios), ni por haber amargado un poco más al ya de por sí amargadísimo Richard Burton, no. A mí la Taylor me caía bien por ser una de las pocas mujeres del mundo que podía decir aquello de «mi difunto tercer marido era un encanto», que es una de las frases que una quisiera haber podido soltar en público con muchos caballeros alrededor. Elizabeth Taylor fue de esas mujeres con muchos matrimonios a las que todo el mundo podría tildar de zorrón. Los zorrones, muy mal vistos en general, poseen un descaro que nos admira. Nos admira y, sin embargo, negamos admirarlas. Se trata de una admiración que dura lo que te dura el subidón de salir del óptico con unas gafas nuevas, mezquino si Vds. quieren, pequeño y secreto, pero subidón interno, al fin y al cabo. Algo así como reconocer durante unos segundos que si te sobraran bemoles también hubieras hecho de tu capa un sayo y tan ricamente.
Veo que ahora se trata de compararla con Marilyn Monroe y me temo que las dos se liaron la manta a la cabeza, aunque Liz con mucha más cabeza que la rubia. La Taylor era mucho mejor actriz y, sobre todo, disfrutó mucho más de la vida, que en eso también reside el talento. El talento de una morena con una pizca de bigote a la que le importó menos que nada si la tomaban por loca o por brillante, por enferma o por buena gente, por chiflada o por extravagante. Se nos ha ido, quizá, una de las pocas reinonas que nos quedaban vivas, una diva con mayúsculas, una estrella rotunda. Se ha ido una mujer con mucho peligro dentro. Una pena horrorosa.
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