Teherán

La hija de Stalin por Carlos Alsina

La Razón
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La foto es de 1935. El padre uniformado, con la gorra puesta, sostiene en brazos a la niña, que lo abraza mirando a cámara. La hija tiene nueve años, pelo negro abundante, falda de color claro, leotardos de lana. Él finge ser cariñoso, su rostro próximo al de ella, el bigote espeso, susurrándole una confidencia. La mano de él, aferrada a la niña, descubre al padre posesivo que asegura la presa.

Los hijos no son culpables de los crímenes cometidos por sus padres, pero arrastran consigo una sanción social implícita. Svetlana, el «gorrioncito», tuvo que volar sola para descubrir que era hija de un asesino en serie. Cambió de país y de nombre, pero nunca dejó de ser la hija de Stalin. El matarife soviético, a diferencia de su alma gemela alemana, había permanecido en el poder treinta años con la complicidad silente de los gobiernos occidentales. Para Roosevelt era «el tío Joe», un caballero amado por el pueblo ruso porque «sólo piensa en el bien de todos». En el 43, avanzada ya la Guerra, Stalin y Roosevelt cenaron juntos en Teherán. El ruso dijo: «Habría que liquidar a cincuenta mil oficiales alemanes». «Con cuarenta y nueve mil bastará», respondió el norteamericano. Roosevelt ya estaba al tanto de la matanza de Katyn, pero le pareció pertinente tomarlo a broma.

La hija del monstruo sabía de la abrumadora represión porque su propia tía, detenida, le había contado: «Los gritos de agonía en las celdas te impiden dormir; los presos suplican que acaben ya con sus vidas». Cuando Stalin se extinguió –«nos dirigió una mirada iracunda, levantó la mano izquierda y descargó una maldición», escribió Svetlana–, alguien escribió con tiza en una vagoneta de la mina 17 del campo de Vorkuta: «A la mierda vuestro carbón, ¡queremos libertad!».

Ha muerto la hija de Stalin, deseando que no exista el más allá para no tener que reencontrarse nunca con la bestia.