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Lo bueno lo peor y la electricidad
Vamos a refrescar algunas ideas. La aconfesionalidad significa que el Estado no tiene religión ni asume como propios los valores religiosos; laicidad supone autonomía de lo civil respecto de lo religioso y esa laicidad es positiva cuando el Estado aprovecha lo que aporta lo religioso. El laicismo en cambio es beligerante y hostil hacia lo religioso, lo concibe como algo negativo: quiere erradicarlo del espacio público, reducirlo a lo privado. No le basta la separación Iglesia-Estado.
Esa laicidad positiva capta lo que aporta la Iglesia, la fe, a la sociedad: desde el acogimiento y la asistencia de enfermos y personas necesitadas hasta soluciones que las ideologías no dan a problemas humanos y sociales, por eso se dice que la democracia debe escuchar la voz de la religión, que ésta debe tener su espacio en plaza pública, que es un factor enriquecedor en las sociedades democráticas.
Los días de la JMJ han dado mucho de qué hablar y darán todavía mucho más conforme pase el tiempo. Entre otras muchas cosas, han sido una lección de laicidad positiva: unos poderes públicos que ayudan a una manifestación de la fe y miles de jóvenes que aportan una convivencia pacífica, alegre, constructiva, lógica consecuencia de unos mensajes exigentes que hablan de entrega, servicio y responsabilidad.
Los responsables de la seguridad o de los más variados servicios públicos atestiguan lo que afirmo. Por ejemplo, en Cuatro Vientos –casi dos millones de jóvenes concentrados– el Samur no atendió a nadie por coma etílico, algo impensable en otros acontecimientos de masas en donde el alcohol y las drogas fluyen. En gente así se puede confiar, se puede tener esperanza de que es posible construir una sociedad mejor.
Y si nos preguntamos –sin prejuicios– por el porqué, se descubre que una persona de fe tiene una especial categoría humana, un señorío; una persona simplemente con rectitud moral es un elemento positivo para la sociedad: tiene mucho que aportar. Por lo pronto buena educación y pensar en los demás, lo que no es poco, y todo eso ayuda a una sociedad más habitable y humana.
Margaret Thatcher afirmaba que el gobernante debe potenciar lo mejor de sus ciudadanos y buscar lo que les une. Son palabras que suelo citar y me vienen a la cabeza ante ese ejemplo de laicidad positiva que ha sido la JMJ. Esos dos millones de jóvenes representan lo bueno; cualquier gobernante debería dar gracias de que haya gente así y no ignorarlos, ni mucho menos despreciarlos o ridiculizarlos mediante agitadores o Prensa a los que parece habérseles encomendado ese trabajo sucio.
Ese ejemplo de lo bueno contrasta con lo que supone que llevemos muchos años en los que se potencia lo peor o se busca el apoyo de los peores. Se mima, por ejemplo, a eso que se llama el 15-M, algo que ha dado sobradas muestras de intolerancia e insulto (suciedad aparte); pienso en lo que significa servirse del peor atentado terrorista de Europa para dar un golpe electoral o depender de que unos terroristas emitan un comunicado aprovechable como baza electoral; en lo que implica emponzoñar la convivencia cortejando a independentistas o azuzar el enfrentamiento a golpe de Memoria Histórica o inyectar rencor y envidia con ese producto caducado que es la lucha de clases; en políticas educativas que animan al animal que todos llevamos dentro o al haragán que nos tira hacia abajo a base de denostar el esfuerzo y la superación, o las simpatías hacia las peores dictaduras o hacia los iconos de la cultura de la muerte, etc.
Hace seis años el Papa decía a miles de niños que «las cosas más profundas, que sostienen realmente la vida y el mundo, no las vemos, pero podemos ver, sentir sus efectos. No vemos la electricidad, la corriente, pero vemos la luz». La JMJ ha pasado y la fe no es cuestión de sentidos, pero lo bueno que encierra se sentirá y se dejará ver en obras concretas en beneficio de todos, por ejemplo, en que haya buenos ciudadanos. Cuando se fomenta, ensalza o se busca lo peor y a los peores, los efectos también se ven, se sienten y se padecen. Sólo basta ver, comparar y reflexionar un poco.
Vamos a refrescar algunas ideas. La aconfesionalidad significa que el Estado no tiene religión ni asume como propios los valores religiosos; laicidad supone autonomía de lo civil respecto de lo religioso y esa laicidad es positiva cuando el Estado aprovecha lo que aporta lo religioso. El laicismo en cambio es beligerante y hostil hacia lo religioso, lo concibe como algo negativo: quiere erradicarlo del espacio público, reducirlo a lo privado. No le basta la separación Iglesia-Estado.
Esa laicidad positiva capta lo que aporta la Iglesia, la fe, a la sociedad: desde el acogimiento y la asistencia de enfermos y personas necesitadas hasta soluciones que las ideologías no dan a problemas humanos y sociales, por eso se dice que la democracia debe escuchar la voz de la religión, que ésta debe tener su espacio en plaza pública, que es un factor enriquecedor en las sociedades democráticas.
Los días de la JMJ han dado mucho de qué hablar y darán todavía mucho más conforme pase el tiempo. Entre otras muchas cosas, han sido una lección de laicidad positiva: unos poderes públicos que ayudan a una manifestación de la fe y miles de jóvenes que aportan una convivencia pacífica, alegre, constructiva, lógica consecuencia de unos mensajes exigentes que hablan de entrega, servicio y responsabilidad.
Los responsables de la seguridad o de los más variados servicios públicos atestiguan lo que afirmo. Por ejemplo, en Cuatro Vientos –casi dos millones de jóvenes concentrados– el Samur no atendió a nadie por coma etílico, algo impensable en otros acontecimientos de masas en donde el alcohol y las drogas fluyen. En gente así se puede confiar, se puede tener esperanza de que es posible construir una sociedad mejor.
Y si nos preguntamos –sin prejuicios– por el porqué, se descubre que una persona de fe tiene una especial categoría humana, un señorío; una persona simplemente con rectitud moral es un elemento positivo para la sociedad: tiene mucho que aportar. Por lo pronto buena educación y pensar en los demás, lo que no es poco, y todo eso ayuda a una sociedad más habitable y humana.
Margaret Thatcher afirmaba que el gobernante debe potenciar lo mejor de sus ciudadanos y buscar lo que les une. Son palabras que suelo citar y me vienen a la cabeza ante ese ejemplo de laicidad positiva que ha sido la JMJ. Esos dos millones de jóvenes representan lo bueno; cualquier gobernante debería dar gracias de que haya gente así y no ignorarlos, ni mucho menos despreciarlos o ridiculizarlos mediante agitadores o Prensa a los que parece habérseles encomendado ese trabajo sucio.
Ese ejemplo de lo bueno contrasta con lo que supone que llevemos muchos años en los que se potencia lo peor o se busca el apoyo de los peores. Se mima, por ejemplo, a eso que se llama el 15-M, algo que ha dado sobradas muestras de intolerancia e insulto (suciedad aparte); pienso en lo que significa servirse del peor atentado terrorista de Europa para dar un golpe electoral o depender de que unos terroristas emitan un comunicado aprovechable como baza electoral; en lo que implica emponzoñar la convivencia cortejando a independentistas o azuzar el enfrentamiento a golpe de Memoria Histórica o inyectar rencor y envidia con ese producto caducado que es la lucha de clases; en políticas educativas que animan al animal que todos llevamos dentro o al haragán que nos tira hacia abajo a base de denostar el esfuerzo y la superación, o las simpatías hacia las peores dictaduras o hacia los iconos de la cultura de la muerte, etc.
Hace seis años el Papa decía a miles de niños que «las cosas más profundas, que sostienen realmente la vida y el mundo, no las vemos, pero podemos ver, sentir sus efectos. No vemos la electricidad, la corriente, pero vemos la luz». La JMJ ha pasado y la fe no es cuestión de sentidos, pero lo bueno que encierra se sentirá y se dejará ver en obras concretas en beneficio de todos, por ejemplo, en que haya buenos ciudadanos. Cuando se fomenta, ensalza o se busca lo peor y a los peores, los efectos también se ven, se sienten y se padecen. Sólo basta ver, comparar y reflexionar un poco.
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