España

Reflexiones sobre unas jornadas

La Razón
La RazónLa Razón

No cabe duda: ahora que han transcurrido días volviendo la mente a una fría reflexión, nos damos cuenta de que la estancia del Papa en España constituye uno de los acontecimientos más decisivos. En un tiempo de crisis, de poca esperanza y, para algunos, también de indignación, ha venido a demostrarnos que la Iglesia, es decir, la comunidad católica, no sólo está recuperando el número sino que está exultando la calidad. Los movimientos laicales dentro de ella, recomendados por el Concilio como una nueva dimensión, han podido demostrar que lo que están haciendo se refiere a esa profunda calidad interna que es el amor. Dios es amor, insiste en recordarnos el Papa. Y el silencio profundo de una muchedumbre que, ante la custodia de Arte guarda de pronto el absoluto silencio que significa que reconoce que Jesús está allí.
Antes de que pudiera viajar a España en calidad de Papa, Ratzinger, que nunca quiso renunciar a esa condición primera de catedrático de universidad hizo algunos viajes académicos a nuestro país. Se necesitarían muchas más palabras de las que aquí disponemos para revelar la importancia que dichos viajes tuvieron. En uno de ellos reunió a un grupo de profesores en una de las aulas de la Complutense y les sorprendió refiriéndose al error de Galileo. No cabe duda de que los organismos eclesiásticos cometieron un error al dictar sentencias de confinamiento contra un gran sabio de cuyos logros estaban mal informadas. Pero no fue menor el error cometido por el eminente astrónomo cuando creyó que la ciencia alcanza verdades absolutas ante las cuales todo el pensamiento y la conducta deben doblegarse. No. La ciencia logra evidencias ciertas que, bien empleadas, permiten avances en el conocimiento de la Naturaleza creada; pero debe estar humildemente preparada para admitir que nuevas investigaciones y experiencias rectificarán muchas de esas evidencias obligando, gozosamente, a rectificar. Por ejemplo, hoy nadie se atrevería a decir que el universo es infinito ni que el globo terráqueo es una esfera perfecta. Y aquí está el progreso.
Es lo que Benedicto XVI, que en su reciente libro sobre Jesús de Nazaret ha demostrado que, además de teólogo, es un historiador magnífico, nos viene advirtiendo. Corremos un grave riesgo, como ya lo experimentara el helenismo romano: si sometemos al hombre a los dictados de la ciencia, convertimos a ésta en una técnica –mal que se observa hoy en todas las universidades– y cierra el paso a lo que verdaderamente importa, la dignidad profunda de la naturaleza humana. Es una de las enseñanzas que Benedicto XVI ha querido transmitir a los jóvenes en las inolvidables jornadas de Madrid. La Iglesia ha demostrado, desde esas nuevas dimensiones que el Concilio Vaticano II ha venido a añadir, sin abandono en modo alguno de aquellas que constituyen su Historia, que está en condiciones de prestar un servicio, inestimable, a ese nuevo Humanismo que los grandes pensadores alemanes, maestros de Ratzinger, anunciaran. Sí, se trata, para decirlo con palabras conciliares, de una llamada universal a la santidad. Es decir, a un reconocimiento profundo de que más grande que nada es la dignidad que reviste la naturaleza humana.
Durante sus muchos años al frente de la Congregación de la Fe –el Santo Oficio, que había sustituido a la Inquisición eliminando los errores por ella cometidos– Ratzinger iba descubriendo las vías por donde se venían cometiendo serias equivocaciones. Por una parte, el cristianismo no es una ideología, como los teólogos de la liberación proclamarán incidiendo en errores semejantes al del tradicionalismo. Pero por otra parte, se siente radicalmente impulsada a transmitir a los políticos otra verdad muy profunda: la moral no es una simple colección de preceptos sino una revelación acerca del orden que existe en la Naturaleza. Y cuando este orden se conculca, las consecuencias son muy terribles, ya que ella dispone de medios más que suficientes para provocar una respuesta.
No cabe duda de que, con algunas excepciones poco significativas, la estancia del Papa ha servido para demostrar que las relaciones con la Santa Sede son diplomáticamente correctas: la actual embajadora y su antecesor tiene razón cuando lo manifiestan y preciso es reconocer que en ello tienen parte, cumpliendo con eficacia su deber. La Iglesia no quiere entrar en problemas políticos. Pero no puede dejar de insistir en un aspecto que los gobernantes deberían tener muy en cuenta. Nada daña tanto a una sociedad, incluso cuando se trata de problemas económicos, como el abandono del orden moral, ya que esto destruye la esencia misma de la dignidad de la persona. Y Benedicto XVI ha puesto el dedo en la llaga al señalar tres males éticos a los que los gobiernos actuales proponen la abertura de cauces: aborto, eutanasia y homosexualidad. El primero y el tercero ya están en marcha; falta el segundo que, según uno de los líderes que se prepara para acaudillar el futuro, debe ocupar el primer puesto en sus tareas.
Lógicamente, Benedicto XVI, por muy amable y cordial que fuera en todo momento su postura, y probablemente teniendo en cuenta estos sentimientos, no podía dejar de hacer la advertencia. No se trata de lanzar una regañina sobre cuestiones opinables como ciertos extremistas han pretendido señalar, sino de una advertencia seria hecha desde la nueva actitud de servicio adoptada por la Iglesia: custodia de la verdad, trata de entregarla gratuitamente –puesto que ella la ha recibido por medio de la gracia– prestando de este modo la ayuda más valiosa que imaginarse puede. Es un aviso, hecho desde el amor y no desde el odio: si se quebranta la naturaleza humana en sus dimensiones esenciales, las consecuencias van a ser muy duras.
Al margen de los colores de los partidos, el consejo debe tenerse en cuenta. La Naturaleza creada tiene sus leyes que giran en torno a la vida y a la relación de las personas. Si se invierten los términos, también se destruyen los valores más altos. No se trata de predicar el odio contra nadie, sino al contrario, de ofrecer el amor como solución ayudando a quien lo necesite para salir de sus errores. Un servicio muy importante el que Benedicto XVI, en sus discursos ante los jóvenes, los seminaristas, los religiosos o las personas mayores, ha querido prestar. Ahora la responsabilidad incumbe a todos. No atender al mensaje puede traer consigo muy serias consecuencias.