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Sevilla

Días contados (I)

La Razón
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Era preciso que volviese a mi tierra y sin embargo no negaré que estuve tentado de darle la espalda a mis raíces, ignorar mis hábitos, poner boca abajo las fotos de los míos y cometer la locura de quedarme en Sevilla. Ni pensé siquiera en la inclemencia del terrible calor que sufrí durante cinco días mientras cumplía con el trámite de la promoción de mi último libro. El caso es que Rocío González me acompañó en representación de la editorial hasta el aeropuerto de San Pablo, me procuró un café con hielo, nos sentamos frente a un panel sin datos y si hablé poco ella sabrá que fue sin duda debido a que estaba conteniendo las ganas de llorar. Esperé en vano a que por la megafonía se informase de la cancelación del vuelo alegando cualquier circunstancia, incluso por culpa de una surrealista avería del aire. Lo mío ha sido siempre el Norte, es cierto, pero me di cuenta de que estaba atrapado muy abajo en la geografía, en un lugar del mapa en el que no había una sola inclemencia que no me resultase extrañamente apetecible, como ocurre con esos ásperos y dolorosos besos de mujer que dejan encariñados en tus labios el sabor de la sangre y el azafrán de la saliva. Mientras aguardaba la salida de mi vuelo recordé a cuantas personas me hicieron grata mi estancia en Sevilla, incluido el tipo alto y enjuto, de aspecto entre culto y criminal, que me saludó en la Casa del Libro, me pidió que le firmase un recorte de periódico y se excusó porque su liquidez no le permitía la compra de «Humo en la recámara». Apenas unas horas antes me había sentado con Rocío en un banco de la catedral e incluso recuerdo haber reconstruido con la mano en la taracea sudada de mi rostro los rasgos del santiguamiento, averiguándolos en la penumbra casi arqueológica de mi prolongada abstinencia religiosa. Si, es cierto, eso hice en la catedral de Sevilla en un momento de mi vida en el que a veces tengo la sensación de que sólo en la amable humanidad del Sur tengo alguna posibilidad de reencontrarme con la contenida austeridad del Norte gracias a relacionarme con esa otra gente meridional tan afectuosa que a mí hasta me pareció que, en caso de que alguien me atracase, no le importaría compartir conmigo los dividendos de su pequeño botín. Yo he sido casi siempre un tipo contenido y solitario, un enamorado de la discreción y del silencio, y ahora me entristecía la idea de subirme al avión y dejar atrás la fascinación de Sevilla, una ciudad fisiológica, terrenal y caliente en la que apenas cinco días me bastaron para darme cuenta de que hay gente que sólo se enfada para defender la amistad, flores que se vuelven labios de piqué al pisarlas y lugares en los que incluso la cisterna del retrete es una manera distinta de hablar.