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Cádiz

La Sevilla de anteayer por Manuel BARRIOS

La Razón
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La guerra había terminado, por mucho que el señor ZP quiere resucitarla con sus patológicas «improvisaciones». Mi familia, y naturalmente yo, llegábamos en tren a Sevilla, a donde mi padre, militar de la Armada, Escala de Tierra, le habían asignado a la comandancia de Sevilla. Horas de traqueteo insufrible, con el pensamiento y el alma colmados de nostalgia por todo lo que dejaba atrás: mi primera novia, de ojos claros, serenos, y cabello rubio como las parvas; el más bello y dramático espectáculo del mundo –la pesca del atún en el Estrecho– y el corro inolvidable de mis amigos barbateños, del que destaco a Pareja, protagonista de la anécdota. Una tarde, a la hora del paseo, se había incorporado uno que traía la «solución adecuada» para decirle a la muchacha bien puesta de pechos lo bien que estaba, sin que se enfadara. Todo consistía en decirle, al paso: «¡Qué buenas te-tás poniendo!». Hubo fruición en la farra, que dicen los argentinos. Se aproximaba la chica, de apetecibles prominencias pectorales, y Pareja, que no había entendido bien el juego de palabras, le espetó: «¡Qué buenas tetas te estás poniendo!»...Y, por fin, con el culo molido por el vaivén del tren, ¡Sevilla!Tras recorrer nuestra nueva vivienda (Santa Ana, 50), aquella tarde mi padre me propuso un paseo, tras haber estado por la mañana en los trámites obligados por el traslado, del instituto de Cádiz, al de San Isidoro y el contacto inicial con los recién estrenados compañeros.Aquel día, paseando con mi padre por la calle Puente y Pellón (Almacenes Vázquez, el Barato, La Innovación, Bar Kito, La Importadora...) un chaval me saludó desde lejos –¡Adiós, Barrios!– y me sentí muy satisfecho. Se llamaba Baldomero Romero Ressendi, y llegaría a ser –según mi criterio y el de muchos, más solventes que el mío– el mejor pintor andaluz en varias décadas.A partir de ese momento, me dediqué a conocer las calles de Sevilla, a sus gentes, sus bares, sus personajes casi inverosímiles, junto a las tiendas de Ultramarinos, sus lugares prohibidos, su encanto, en fin: La Fonda de la Montaña, Casa de Lamadrid, Don Hermógenes, que veló el sueño del general Queipo de Llano en el hotel Simón; la niña –superglamurosa– del conserje del instituto, el enemigo mortal de Julio Ramos Chaves, Juan Caballero Leal y mío cuando formamos la piña de «Los Tres Mosqueteros».Sobre las doce del mediodía, los alumnos del instituto, sin ponernos de acuerdo, acudíamos a la cita golfa de la Alameda. A esa hora toda la Alameda de Hércules era una exposición gratuita de pelanduscas: a los dos lados largos del paseo, dos inmensas filas de periquitas en asueto, sin inhibiciones. «Fíjate en la tercera de la izquierda». Y la tercera de la izquierda –que se había dado cuenta del aviso–, primero se agachaba para recuperar algo que ella había dejado caer al suelo y, frente a la periquita, de ochenta a cien pupilas jóvenes incrustadas en aquel canal secreto que hoy es, para nuestra ventura de vejestorio, el grado supremo del ardor de estómago. Luego, si la periquita estaba por la labor, se arrellanaba en su sillón de enea y, fingiendo que le picaba una pierna, nos ofrecía el delirante espectáculo de un muslo terso, torneado y con cardenales. Nosotros, a cambio, sacábamos nuestros monederos y, al encontrarlos vacíos, nos volvíamos al instituto, para saborear la gracia de dos catedráticos excepcionales: don Jorge Feliú, de inglés, y don Julio Fortunati, de francés, quien solía decir: «Nosotros, los profesores, cuando ganamos la oposición somos Sancho el Fuerte; después, Sancho el Justo, y, al cabo de los años, Sancho Panza».En la terraza de «Las Maravillas», tras la exquisita melodía interpretada por un violinista esmeradamente educado, a quien llamábamos «Sarasate», le llegaba el turno a una pobre madura, con cierta facha de bruja, que invariablemente cantaba su fandango: «¡Qué te brillan las espuelas!/ ¿De qué regimiento eres?/ Yo soy de Caballería, de la promoción del siete,/ de Jerez de la Frontera...».