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Los toros

La Razón
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¡Ay, Los toros! Qué tema tan espinoso y tan difícil de dilucidar. Supuestamente, soy un artista, un intelectual, pero también soy un español y, desde chico, se me ha impuesto la españolidad: música, bailes, procesiones, disciplinantes, abanicos, mantillas, vino, pan y toros. En tanto que artista, lo debo interpretar artísticamente, arrancando poesía y belleza, sorpresa y reflexión, del drama espectacular de la vida española. Es una aceptación transcendida, sublimada, de esa realidad. Guardando todas las distancias, ni más ni menos que Goya, Picasso o Valle Inclán, grandes autoridades estéticas. Y españolas. Su interpretación es poéticamente ambigua, y entraña muchos sentimientos mezclados, de admiración, estupor, piedad, complacencia, horror... El arte más comprometido, no tiene, en el fondo, más compromiso que consigo mismo.La impresión que yo tuve de los toros en mi pueblo, cuando era un chavalito, fue de violencia, de temor, con el contraste de la banda que tocaba pasodobles ratoneros, los gritos de la gente, los ¡olés! que estallaban repentinos. Mi padre se fumaba un puro, mi madre estaba muy guapa, con peineta y mantilla. Aquella primera vez fue curiosa mi desazón. Esta desazón me duró ya toda la vida, y conmigo evolucionó. –Y todo esto ¿por qué? ¿Por qué se aplaudía una cosa y no otra, por qué se silbaba y hasta se insultaba a un torero, por qué se exponía a los caballos a las embestidas tremendas del toro? «¿Tienen que matar al toro, porque es malo?», preguntaba yo. –«Al contrario. Ha salido buenísimo, muy noble, para que se luzcan esos tíos», contestaba mi padre. –«Y que mala puñalá les den», comentaba otro señor de al lado.Así que no se sabía a favor o en contra de quién estaban los enardecidos espectadores. Y resulta que la salida de los toros fue lo que más me impactó: El atardecer, el polvo, los vendedores gritando, los chicos corriendo, los carruajes, las discusiones... –«¡Venga, venga, vámonos a casa, se acabó!». Se acabó aquella fiesta extraña, en la que todos lo pasaban muy bien. –«¿Te ha gustado?». Iba a decir que no, pero dije que sí, para que no pensaran que era «un niño tonto», al que no le gustaban los toros. ¿Por qué no me podrían gustar con el tiempo, tanto como fumar un puro de aquellos, cuando yo fuera «un tío», como los demás?En Madrid, mi padre me llevaba a los toros, en la Monumental, abonado a la barrera del tendido 2. Pero seguía experimentando la misma sensación. Tanta gente excitada me impresionaba, me abrumaba, hacía que levantara la vista hacia la bandera que ondeaba en lo alto, sobre el cielo azul. Sólo ir con mi padre me compensaba: Verle apasionarse y discutir con los espectadores próximos, y lejos de sus problemas domésticos y profesionales. Mi padre era un gran señor al que le gustaban los toros y la caza.Yo no resulté tan señoril y, ya fallecido él, pasé una temporada en la Sierra de Gredos, para reponerme del pulmón, en Arenas de San Pedro, pero asistí a muchas corridas pueblerinas, de un fuerte sabor. Con sus plazas formadas con carros, con sus torerillos zuluaguescos... La España profunda, la España inevitable. Vi cómo a uno de esos maletillas lo conducían a la cárcel, no sé por qué irregularidad, pero su estampa de mártir del pueblo me impresionó muy profundamente.Y entonces decidí escribir una comedia, que fuera como una rapsodia de todo los español, lo brillante, lo siniestro, lo popular... Aquel torerillo en prisiones se llamaría alias «el Maraúña». Y Coronada, la protagonista, se rebelaría contra el principio masculino –o machista– del toro emblemático del valor español. Pero – esto es lo curioso– no era una obra antiespañola, sino todo lo contario, un canto de dolor y sensualidad, un canto elegíaco y dionisíaco, y una prueba final de amor. A mi padre, que se fumaba un puro, a mi madre, tan guapa, con su abanico y su mantilla, a la pena y sorpresa de haber nacido aquí.De esta obra se habla con elogio en la Enciclopedia de los Toros, de Cossío. Lo creo un gran honor.

De la Real Academia Española