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Novela

La cena de empresa

La Razón La Razón

Llaman a la puerta. Abro. «¿Puedo hablar con el cabeza de familia?», me pregunta un tipo con cara de estar muy cansado y, curiosamente, de no haber dado ni golpe en toda su vida. «Esta familia no tiene cabeza, no hay más que vernos a todos», respondo mientras mastico un palillo lentamente. El tío me recuerda mucho a una versión castigada por la vida de un novio que tuve hace cientos de años, uno que casi se me ahogó en la piscina municipal. Menos mal que yo le hice la respiración boca-hocico y sobrevivió. «¿Qué vende usted?», le espeto al intruso. El hombre no dice nada.
«¿Qué?, ¿quiere tomar algo?, ¿le pongo un poco de whisky en un plato…?», insisto ante su inquietante silencio. Un ser vivo de mi pequeña familia disfuncional se acerca al ver que tenemos visita. Yo señalo al desconocido y le espeto por lo bajinis a mi familiar más o menos consanguíneo: «¿Pero qué le pasará a este buen hombre?, ¿o es que es una mujer…?». Se lo pregunto porque aunque me han puesto unas gafas nuevas con las que siento que podría incluso descodificar el Canal +, en esta vida una ya no puede estar segura de nada.

Por fin, el extraño se decide a hablar y me reprocha que no me acuerde de él, me dice: «Fue antes de Nochebuena, en la cena de empresa. Mi mesa estaba al lado de la tuya. Empresa junto a empresa. Bebimos, nos emocionamos, nos intercambiamos la cestilla del pan y, aunque ambos estamos casados, acabamos cruzándonos algo más que palabras en aquella pensión de la calle Montera. ¿No recuerdas lo que nos reímos al darnos cuenta de que la cama estaba caliente, y que yo te prometí que te rescataría, enfrentándome a tu marido…?». Me quedo de piedra. Yo ni siquiera recordaba estar casada. Tampoco sabía que quedasen empresas en «estepaís». Hasta que no llega la ambulancia y me ponen el gotero, el tipo no cae en la cuenta de que se ha equivocado de puerta y que, en realidad, había ligado con mi vecina.

Aliviada, me siento generosa y lo invito a cenar, recordando una magistral frase oída en «Supervivientes», el «reality» de la tele: «¡Se puede vivir con súper-poco!». Le sirvo caviar ruso. Bueno, en verdad es sucedáneo, pero le digo que es ruso. ¡Cuesta tan poco ser buena anfitriona!
(A ver cuándo acaba de una vez la dichosa Navidad…).