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Señor Embajador

Señor Embajador de Francia: me dispongo a presentarme. No nos conocemos personalmente, y es posible que tenga usted una idea no del todo ajustada a mi realidad y sentimientos.

La Razón
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Soy, desde la década de los setenta del pasado siglo, francófobo. En los setenta y ochenta del siglo XX, los españoles sufrimos excesivamente por culpa de la tolerancia de Francia con los terroristas de la ETA. Vivían en su gran nación – nadie puede negar su grandeza–, se paseaban libremente por ella y allí se adiestraban para asesinar en España. Por fortuna, todo cambió. Pero me quedó una resolana de rencor hacia Francia que se convirtió en una enfermedad crónica. He estado muchas decenas de veces en Francia. Admiro su Literatura, su Arte, su Arquitectura, sus tradiciones, su gastronomía, su «chauvinismo»… y especialmente, el patriotismo y el orgullo de ser franceses de sus gentes. Y usted se preguntará: ¿cómo admirando tanto de nosotros tanto nos rechaza? La respuesta no es otra que el sentimiento expuesto anteriormente. El sentimiento del dolor por la incomprensión hacia España, en unos años en los que nuestro esfuerzo por encontrar la libertad se tiñó de sangre inocente y no tuvimos el apoyo de quien la libertad ya había encontrado y disfrutado desde que superó las aristas de la Revolución.
Hoy he dejado de ser francófobo, y usted, señor embajador, tiene mucha culpa de ello. Y me siento más libre porque puedo proclamar, sin prejuicios ni prudencias, la infinita admiración que por Francia siempre he sentido, aunque haya reservado el reconocimiento. Usted, señor embajador Delaye, ha hecho un ejercicio de amistad sincera admirable. Hasta tal punto, que además de ser el mejor embajador de Francia en España, ha sido el mejor embajador de España en Francia. Usted nos ha ayudado a sentirnos orgullosos de nuestra cultura. Y usted, sin duda alguna, ha influido de manera decisiva para que Francia haya declarado «bien cultural» la Fiesta de los Toros, ese mismo «bien cultural» que los necios han despreciado en el nordeste español. Usted, señor embajador, se ha emborrachado del arte, del milagro, de la singularidad, de la literatura, la pintura, la poesía, la música que ha nacido en todo el mundo gracias a la Fiesta de los Toros. En Francia se ama y reverencia a la Fiesta en una amplia zona del suroeste, donde su afición es admirable. Antonio Ordóñez, el mejor torero que ha parido madre, dejó ordenado que la mitad de sus cenizas, la mitad de su cuerpo de torero grande, se esparcieran por la piel de la Camarga francesa.
Y usted, señor embajador, nos ha devuelto su amor con la fuerza irresistible de su amistad. No lo consideramos un buen amigo de España. Usted, que será francés, y a mucha honra, toda su vida, se ha ganado la consideración de español sin límites ni regateos. Culturalmente, usted nos representa mucho mejor que algún idiota reyezuelo local sostenido por la ignorancia que abre la puerta a los sentimientos nacionalistas. Usted y Francia les han dado una memorable lección a quienes renuncian a su identidad en busca de aldeas figuradas y obsesiones de ombligo. Y lo ha hecho con una enorme elegancia, tacto y humanidad. Hemos tenido en España algún embajador francés arrogante. Lo hemos olvidado. Usted entró de golpe en el corazón y el alma de España.
Permítame que me descubra y dibuje con todo respeto el vuelo de mi chambergo ante lo que usted representa. Es el gran embajador de una gran nación en otra nación que se ha empeñado en reducir su grandeza. Por lo que me toca, muchas gracias, embajador Delaye, compatriota en la Cultura.