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Pantalones blancos

La Razón
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No recuerdo mi edad de entonces, pero no tendría mas de diez años la primera vez que vi a un extranjero. Fue en Cambados, durante uno de aquellos largos veraneos en los que llegaba a finales de junio al pueblo con una maleta y la jaula de los pájaros y me quedaba en casa de tía Pepita hasta entrado el mes de octubre. Era un tipo alto y rubio, delgado, zancudo, la nariz más grande que cualquier pañuelo, de unos cuarenta años de edad, pantalones blancos, zapatos a juego y suéter rojo, de aire mundano y al mismo tiempo distraído. Los muchachos no podíamos creer que alguien así apareciese por un pueblo en el que ni siquiera la mar dejaba en los escollos de Tragove, o varado en el estiaje del puerto, el cadáver de un solo náufrago que no fuese de allí. Recuerdo que mis amigos y yo le seguimos un rato por la calle, guardando a sus espaldas las distancias con una mezcla de estupor y prudencia, como si vigilásemos las andanzas de una alimaña que se hubiese extraviado, pensando en apedrearle si se irritaba. Caminaba sin prisa, con una elegancia para mi desconocida, y se detenía en cualquier parte como sin motivo, sin necesidad, como a mi me parecía que lo hacía todo, con aparente interés y al mismo tiempo con relajada despreocupación, como si ser extranjero fuese un delicado acto de resignación, un cansancio que no viniese precedido de un esfuerzo, sino de la circunstancia de ser francés, como dijeron en el bar de Benito Silva unos señores estudiados que le habían escuchado hablar en el atrio de la iglesia con la gárgara inconfundible de un idioma que yo supuse que se lo podría curar el farmacéutico con cualquier jarabe que fuese expectorante. Yo preferí suponer que el señor de los pantalones blancos era alguien que se había confundido al doblar la esquina en cualquier calle de París y cuando quiso darse cuenta estaba al otro lado del mapa, en un país meridional y atrasado en el que no había dos relojes que marcasen la misma hora, ni un solo hombre que no tuviese en el cuerpo más pelo que su perro. Mis amigos desistieron de la vigilancia al atardecer y yo le seguí los pasos hasta llegar el cementerio de Santa Mariña Dozo. Estábamos solos; él, mirando de frente al Cristo crucificado sobre la llama hebraica de una vela en el ábside de las ruinas; yo, diez metros a sus espaldas. Anochecía y desanduve solo el camino hasta casa. A tía Pepita le conté que acababa de ver a un extranjero. Y tía Pepita, que era muy escéptica, sirvió la cena y me dijo muy seria que lo mío seguramente era anemia.