Francia
1810: Una memoria histórica
De la Real Academia de la Historia
Muchas veces me siento sobrecogido al asistir a una de las sesiones hebdomadarias de la Real Academia: aquí, me digo a mí mismo, estuvieron sentados Campomanes, Jovellanos y Cea Bermúdez. Qué esplendoroso recuerdo para Asturias y cómo es posible que yo pueda ahora sentarme en la herencia de esos ilustres hombres que, con el conde de Toreno, encarnan la memoria de estos doscientos años. En 1810 Campomanes ya no existía. Y España estaba viviendo, gracias al bonapartismo, la primera y probablemente la más terrible de nuestras guerras civiles. Ahora conmemoramos mucho ese 2 de mayo y esa guerra de la Independencia. Tal vez no debiéramos mostrar tanto orgullo. Wellington lo diría: la más terrible de las experiencias tras una guerra perdida es una guerra ganada. Y en 1810 también el famoso duque estaba aquí. Para Jovellanos, que acababa de experimentar una de las más oscuras e ilegítimas persecuciones, lo importante era el retorno a la legitimidad. Así se lo explicó en carta al rey José rechazando la propuesta de convertirse en ministro: la legitimidad no es consecuencia transitoria de unas leyes –como ahora tan insistentemente se nos enseña– sino que nace de las raíces profundas de la sociedad heredada, allí en donde habitan las «libertades». Muchas veces decimos que todo empezó en el parque de Monteleón aquel 2 de mayo, con la explosión ciudadana. Pero esto es incorrecto: la legalidad vigente, con todo su aparato administrativo estaba en contra de los ciudadanos que salieron a la calle y perdieron la vida. Sin embargo, por aquellos días quedaba en pie otra legitimidad, la de la Junta del Principado de Asturias, que había rechazado, lo mismo que Jovellanos los actos de Bayona y estaba decidido a seguir proclamando a Fernando VII declarando la guerra legítimamente a los invasores. Fue una sorpresa para los británicos recibir procuradores españoles procedentes del Principado de Asturias que venían a comunicar el comienzo de una guerra legal solicitando las correspondientes ayudas. Jovellanos, recobrando su rango y todo el principio de legitimidad, en este año último de su vida, que iba a extinguirse en 1811, fue reconocido como presidente de la Junta Central, un organismo de emergencia. Así entramos en el tema que me ha parecido oportuno abordar. Había que buscar una respuesta a problema del vacío en la legitimidad. Historiador, y muy profundo, el ilustre gijonés no dudaba: de acuerdo con los esquemas originales de la Monarquía, que databan de siglos, cuando el trono quedaba vacante por una fuerza exterior, la soberanía debe retornar al reino y, en consecuencia, convocarse las Cortes, ya que a ellas corresponde la representación y no a las Juntas de los diversos territorios. Estamos, pues, en 1810. Las Cortes fueron convocadas en un lugar imprevisto, Cádiz, porque en la isla podía garantizarse la seguridad gracias a la flota británica, que era la misma que cinco años antes nos arreara el palo en Trafalgar. Y entonces se planteó la cuestión, que debe preocuparnos por los muchos errores que después se cometieron, originando las guerras civiles que duran más de un siglo. Estando el país ocupado por fuerzas enemigas no fue posible aplicar métodos correctos en la elección de los procuradores. Y entonces surgió la querella que se repite en nuestros días: ¿se debe borrar el pasado elaborando una memoria histórica negativa a fin de crear una constitución enteramente nueva como se hiciera en Francia, o retornar a él? Aquí fue en donde Jovellanos chocó de nuevo con exaltados políticos. El ilustre asturiano respondía: -constitución, es decir, forma de estar constituidos, ya tenemos aunque tal vez convenga como ya en 1788 las últimas Cortes intentaran, hacer reajustes y añadidos. Pero tirar por la borda el pasado, no.
Campomanes y Jovellanos, discípulos del P. Feijoo preconizaban algo que no debiera olvidarse: establecer una Ilustración española, sobre una base católica, que respeta sobre todo la presencia y dimensiones de la persona humana y reconoce derechos naturales y no meros acuerdos que pueden ser en cualquier momento modificados alterando el orden mismo de la Naturaleza. A esto podría llamarse evolución, fecunda en el modelo inglés, y no revolución que, al comenzar rompiendo, corre siempre el peligro de crear una situación peor de la antes existente. Huyendo de los extremismos y de los franceses, Jovellanos regresó a Asturias y allí murió, al pie mismo del barco que le conducía. Pero salió adelante la Constitución de Cádiz de 1812. Se reconocía, como en el caso norteamericano el valor positivo de la religión. Pero sucedió entonces que los que retornaban, con la victoria, a la vida pública, contando con un rey que no se distinguiera por su valor frente a Bonaparte impusieron el tremendo error de rechazarla. Y ahí estaba precisamente el daño: convertir un texto, naturalmente revisable, en un caballo de batalla que separaba y enfrentaba a los españoles. Son errores que se pagan, y muy seriamente. Pues bien, ahora parece que nos hemos apartado también de los presupuestos del jovellanismo: rechazando el pasado, ejerciendo calumnias a veces muy graves, los sectores políticos parecen no tener otra voluntad que la de enfrentarse. No se sirve a la nación en cuanto tal. Todos tratan de servirse de ella para el acceso al poder que, parece ser lo único que importa. La Historia nos enseña a reflexionar. Por eso, tal vez, se la tenga ahora en tan poca consideración para la formación de la conciencia de los ciudadanos.
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