Asia

Tokio

Atrapados por la radiactividad

Los vecinos de la central de Fukushima viven atados a los dosímetros de su cuello para medir la toxicidad

Uno de los cuatro agentes que vigilan el límite de la zona de exclusión
Uno de los cuatro agentes que vigilan el límite de la zona de exclusiónlarazon

FUKUSHIMA- Los habitantes de Fukushima han aprendido a programar sus dosímetros en «modo vibrador» para evitar el insoportable pitido de una alarma que, de lo contrario, estaría sonando 24 horas al día. Estos medidores de radiación avisan con estridencia siempre que se supera la barrera de los 0,4 microsieverts por hora, algo que aquí sólo se evita al entrar en edificios, túneles o zonas que han sido parcialmente descontaminadas. Consultar el dosímetro se ha convertido en pura rutina.

Los aparatos están por todas partes. Los hay de metro y medio de altura y de bolsillo. Su uso está tan extendido que la compañía Docomo comercializa un móvil con dosímetro incorporado.
Han pasado ya más de siete meses desde que esta provincia al noreste de Tokio protagonizase el peor accidente nuclear desde Chernobil. Desde entonces, sus habitantes han aprendido a convivir con el miedo a los efectos de la radiación y con la preocupación por las devastadoras consecuencias económicas. No se puede hablar de pánico y, de hecho, poca gente ha huido más allá del área de seguridad de entre 20 y 30 kilómetros trazada alrededor de la central. Las autoridades calculan que sólo han abandonado la provincia unas 50.000 de las poco más de dos millones de personas censadas. Tiendas, oficinas y edificios públicos operan con la habitual eficiencia japonesa.

Puertas adentro, la ciudad parece funcionar a pleno ritmo. Por la calle, sin embargo, no hay demasiado trasiego. Los expertos transmiten calma, pero aconsejan permanecer dentro de los edificios. A mayor exposición a la radiación, más riesgo.

La descontaminación ha empezado por las escuelas, pues los niños son quienes más posibilidades tienen de desarrollar un cáncer. En los alrededores del colegio «Fukushima Uno», el dosímetro se dispara a 2 microsieverts por hora, pero al atravesar el umbral del recinto los dígitos caen en picado. «Es porque hemos limpiado las paredes y techos, hemos cambiado la arena del patio y de los jardines. Ahora los niveles son una décima parte que cuando empezamos, a finales de mayo», explica su director, Kazuaki Fukui.

Antes de la crisis nuclear había unos 200 niños en esta escuela. Ahora son 160 y llevan colgados pequeños dosímetros al cuello, de los que no se pueden separar ni siquiera mientras duermen. Su función es registrar la exposición individual para después contrastar los datos con chequeos médicos. «Escribimos en el tablón los niveles de radiación a diario. Hemos introducido el tema en todas las clases. A los más pequeños les cuesta entenderlo», comenta el director. En un aula de último curso, muchachos de entre once y doce años hablan con naturalidad de la radiactividad. La mayoría coincide en que lo peor es no poder jugar al aire libre. «Los llevamos de excursión a zonas seguras, pero notamos que sus capacidades físicas disminuyen por pasarse el día encerrados», reconoce el profesor Kiyoshi Seino.

En el centro de la ciudad, la señora Kyoko Mimura dice temer más los efectos económicos que los médicos y sigue pensando que la energía nuclear es un peligro necesario. Regenta un restaurante de sushi («Sushicho») y si el negocio sobrevive es gracias a los científicos y periodistas. «Muchos expertos comen aquí y me tienen dicho que no hay peligro. Pero eso no convencerá a los turistas. Es una ruina», se queja.

En lo segundo le da la razón uno de los comensales, Yozaburo Ishihara, diputado del gobernante Partido Demócrata por la prefectura de Fukushima y uno de los primeros que alzó la voz contra su propio partido. «La central parece controlada, pero se vive bajo la inquietud de la radiación y la economía está arruinada porque dependíamos de la agricultura y el turismo. La gente no se fía. Las evacuaciones se hicieron muy mal y el radio de seguridad debería haberse ampliado a 50 kilómetros», se queja, rememorando los momentos más trágicos.

A pesar de la disciplina japonesa, algunos vecinos se han organizado para reclamar más protección y una evacuación total. «Los científicos no acuerdan cuáles son los niveles de radiación seguros y se han superado con creces los 0.6 microsieverts/hora que establece la Ley. Están especulando con la salud de nuestros hijos», denuncia Mieko Toyama, portavoz de «Niños de Fukushima».

Organizaciones como la suya difunden datos e investigaciones paralelas en las que se insiste en que los estándares aplicados por el Gobierno son irresponsables. «Por ejemplo, los límites de contaminación del agua son aquí mil veces mayores que los autorizados en EE UU y cien veces mayores que los de Ucrania, el país de Chernobil», se queja Toyama.

Aunque se niega a abandonar la ciudad, está convencida de que su familia corre peligro. «Estamos asustados. No podemos tender la ropa fuera, ni poner el aire acondicionado. Muchas madres han establecido rutas para ir a trabajar o a la escuela, evitando los canales con agua. Ni siquiera se pueden recoger flores».


Zona de exclusión: tierra de nadie
A medida que se avanza hacia la zona de exclusión, los dígitos del dosímetro corren y se multiplican las casas abandonadas. «Los campesinos están de brazos cruzados. A nadie se le ocurre volver a trabajar en estos campos», explica Keichi Togawa, funcionario del Ayuntamiento de Kawamata, una localidad situada a unos 45 kilómetros de los reactores. En el área de evacuación, la hierba crece alta. Al llegar al límite de la zona de exclusión, a 20 kilómetros de la central, cuatro policías montan guardia. «Tenemos miedo. Ojalá no tengamos que volver», reconoce uno. El dosímetro alcanza su punto más alto: 10 microsieverts por hora.