Catolicismo

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«¿Me voy a salvar yo, Señor?, ¿serán pocos los que salven?». En el fondo todos tenemos una pregunta sobre el destino de nuestra vida. Me recuerda los primeros días del curso: «¿Qué tengo que hacer para aprobar?», «¿cómo será el examen?». Los que aprueban suelen ser los que no preguntan y estudian día a día, intentan aprender y, eso sí, consultan dudas y reconocen errores para mejorar. Los que se salvan son los que no preguntan y viven según el evangelio.
Jesús, camino a Jerusalén, insiste en la universalidad de la salvación: «vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios». Ya lo había profetizado Isaías: «… y anunciarán mi gloria a las naciones, y de todos los países… traerán a todos vuestros hermanos». Tremendo contraste entre el evangelio y la primera lectura de hoy; enorme diferencia entre la obsesión del hombre religioso por asegurarse el cielo, y la gozosa oferta de salvación por parte de Dios a las naciones que narra Isaías. ¿Son pocos, son muchos los que se salvan? ¿Cuáles son los mínimos para «ganarme» el cielo? Y en estas disquisiciones el hombre se aliena, se amarga y sufre, porque piensa en Dios a nivel humano: hay que «negociar» con Él para adquirir la eternidad. Jesús no da una respuesta a la eternidad, sino que torna a la vida: «tú intenta entrar por la puerta estrecha, vive el combate diario de la fe apoyado en mí». La llamada a la salvación es universal, no hay privilegios ni distinciones, pero la aceptación de la misma pasa por entrar por la «puerta estrecha», por asumir la Buena Noticia de Jesucristo, que implica dejarse amar para poder amar, olvidarse de sí para poder darse. Nadie puede culpar a Dios de no salvarse. La oferta es para todos; la elección es nuestra. Los que se salvan son los que cumplen la ley evangélica; los que viven preocupados por perfeccionarse, y quieren santificarse en los quehaceres de cada día; los que no pecan, y si pecan piden perdón al Señor y al hermano ofendido; los que aceptan la corrección de Dios en la propia historia; los limpios de corazón que ponen en práctica las bienaventuranzas; son los que aman a Dios y al prójimo, porque el Amor hace entrar en el Reino por la «puerta estrecha»; los que se salvan son aquellos que confían plenamente en el Señor y no en sus fuerzas.
No nos martiricemos con asegurar nuestra salvación eterna, con «ganar el cielo»: esa salvación se nos dio en el Bautismo y se nos ofrece cada domingo en la Eucaristía. Si la Buena Noticia fuera exigencia, sólo los sabios la comprenderían, sólo los fuertes la alcanzarían, sólo los virtuosos la asegurarían. Si es oferta gratuita, los pobres van con ventaja. Así, «hay primeros que serán últimos y últimos que serán primeros». Eso sí, ¡sin dejar de bracear!, porque quien no se acerca al Señor, se va alejando de Él.


*Capellán de la UCAM